jueves, 17 de septiembre de 2020

LA MALDICIÓN DE MADRID Y LA ASAMBLEA COMO INSTANCIA CIRCENSE Y MORTUORIA

 

Ayer seguí la sesión de la Asamblea de Madrid, una fascinante institución determinada por una apoteosis de la ausencia. En ella viven los fantasmas de los fugados a la política nacional, la nobleza de estado o el olimpo mediático. Los diputados vivos presentes, bajo la aparente normalidad del funcionamiento, evocan a los espíritus de los desertores, que se encuentran presentes en todas las intervenciones. Así se configura como un espacio en el que se registran los impactos de la política nacional, minimizando las realidades estrictamente madrileñas. Todas las jugadas tienen esa significación, recortando la autonomía propia de Madrid, que subordina su sociedad local a su función de sede de los poderes del estado y del mercado.

La instauración de la videopolítica ha significado una transformación radical de los partidos y las instituciones representativas. El efecto más relevante de esta mutación es la reducción de la acción a los escenarios creados por los medios y de las redes sociales. La consecuencia manifiesta de esta contracción de la acción es la reducción de los actores políticos. Las televisiones imponen un formato en el que la competición se dilucida entre un pequeño grupo selecto de personas en cada partido. Estos son privilegiados por las cámaras, y la narrativa de los acontecimientos los convierte en personajes dotados de una historia personal que encarna el devenir del partido. Esta extrema personalización mediática consolida el proceso convencional de oligarquización de los partidos. Estos devienen en máquinas de representación de eventos políticos inscritos en un juego de ganar-perder,en el que el premio es el gobierno. En esta competición las personas sustituyen de facto a las organizaciones.

La crisis de los dos partidos estructurantes del régimen del 78 ha devenido en una inestabilidad de gobierno que es narrada morbosamente por las televisiones, que han privilegiado a las nuevas formaciones. El nuevo juego a cuatro recombinado con los partidos de las nacionalidades y periferias significa un plus para el mercado audiovisual, en tanto que las coaliciones son inevitables. Los guionistas se prodigan en relatos densos que narran los ascensos y descensos de los actores, propiciando un mercado próspero por la conversión de la política en un nuevo género audiovisual, que se ubica en la frontera de los reality shows. Esta es la base que fundamenta la progresiva emancipación de los guiñoles de los actores, que se distancian de las realidades políticas, rigurosamente bloqueadas, para servir al espectáculo que concluye con el escrutinio de los espectadores. Los analistas acreditados y representantes de los saberes de estado ceden el protagonismo a los comentaristas livianos que tejen la trama de las rivalidades y los premios.

Las elecciones municipales de 2015 mostraron inequívocamente el ascenso delas dos formaciones políticas nuevas referenciadas en el cambio. En las legislativas de 2017 sancionaron el nuevo escenario. Pero, a partir de ahí comenzó la descomposición de Podemos, sumida en feroces luchas intestinas que terminan por seleccionar un núcleo estable en torno a Pablo Iglesias, una persona superdotada para las narrativas mediáticas. El proceso de desguace de Podemos, pone de manifiesto la importancia que el núcleo de Iglesias atribuye al gobierno y la cúpula del estado. Cuando Errejón es derrotado, es enviado a la Asamblea de Madrid, al tiempo que retirado del parlamento. Esta acción denota a las claras la subordinación de la autonomía con respecto a la dimensión estatal.

El equipo municipal que protagonizó el relato del cambio, se vino abajo estrepitosamente, rompiéndose en varios pedazos. Manuela Carmena monopolizó las decisiones y la imagen mediática, desplazando a aquellos que no mostraron manifiestamente su fidelidad y acatamiento. En estas condiciones parece inevitable que el canibalismo de la izquierda se instalase también en el grupo municipal. La ruptura entre Iglesias y Errejón supuso la de la misma Carmena con el comandante. La consecuencia fue la desintegración radical del grupo de la Asamblea de Madrid. Sus dirigentes más notorios fueron devorados por la apoteosis autodestructiva de la izquierda.

Los efectos de este proceso se manifiestan en las candidaturas y los resultados de Mas Madrid, la flamante heredera del poder municipal ejercido durante cuatro años. Al perder el Ayuntamiento, Carmena escenifica la maldición de Madrid, abandonando el plano municipal para reintegrarse en la aristocracia de izquierdas ubicada en los medios de comunicación. Esta deserción supone un duro golpe para los atribulados concejales y diputados regionales, en tanto que el liderazgo ejercido por la exjueza es total. Con ella emigra el capital mediático que se lleva en su propia persona, deslocalizando dicho capital de la castigada formación.

Pero la maldición de Madrid sigue su ciclo expansivo, afectando al líder huérfano Errejón. Este también abandona Madrid para buscar cobijo en el Congreso. En sus alforjas se lleva su cuota mediática, dejando el grupo de la Asamblea de Madrid en situación de pobreza programática y mediática. La evasión de ambos líderes tiene un impacto psicológico letal, en tanto que puede ser inequívocamente interpretada como la manifestación de la impotencia de la izquierda política en Madrid, gobernada durante largos años por una derecha extremadamente conservadora y asociada al tráfico de suelo.

Los traumas monumentales que ha legado este acontecimiento de deserción concertada de los líderes, ha tenido un impacto letal. Se transfiere a sus actuaciones que están presididas por un ritualismo manifiesto, tras el que se puede reconocer un fatalismo paralizador. No se puede ocultar que no creen en la posibilidad de conseguir más apoyos y ganar el gobierno. La tragedia de esta izquierda menguante se cierra con la obligada coexistencia con la otra izquierda, la representada por Podemos e Izquierda Unida, o por sus fragmentos sobrevivientes. En este caso, las portavoces actúan de un modo mecánico y ritual, lo que denota un inmovilismo perpetuo. En este caso tampoco se plantean el problema de ganar apoyos sociales, lo que los convierte en estatuas perennes que dicen lo mismo en cualquier ocasión. El juego ahí es luchar con los aspirantes a ocupar el cargo que ostentan.

En el PSOE, la maldición de Madrid tiene una larga tradición. El partido representa un colectivo que muestra repetidamente su incapacidad proverbial de analizar su escaso apoyo popular. Este partido se encuentra rigurosamente mediatizado y adaptado a la videopolítica. Así que el cabeza de lista del ayuntamiento es un afamado entrenador de baloncesto, que aterriza allí con su capital mediático menguante, en tanto que sus éxitos deportivos quedaron en un pasado muy lejano, dada la velocidad de la infosfera política. El caso de Gabilondo también es paradigmático. Este es un filósofo que representa el papel de persona consciente en la función de la competición política hiperpersonalizada. La verdad es que resulta patético comprobar el efecto letal de jugar a otro juego. En tanto que él trata de dignificar su papel apelando a la racionalidad y los valores, la presidenta se instala en otra esfera, la de las pasiones asociadas al propio simulacro del juego.

Así se forja un escenario en el que la tragedia radica preside todas las actuaciones. La Asamblea de Madrid es un espacio en el que los guiñoles se liberan de sus personajes. Ayuso muestra impúdicamente su falta de recursos básicos y de fundamento técnico, que en una presidenta de gobierno adquiere la proporción de catástrofe. Pero, sus actuaciones, se adaptan admirablemente al sentido del juego instituido por las televisiones y las redes. Ella no está en la realidad, sino en la competición de alcanzar o conservar el gobierno. Su lenguaje es un tesoro para los analistas. Ella personaliza radicalmente la historia y denuncia que vienen a por ella, a desplazarla del noble sillón en el que asienta sus nalgas. Así habla de “ataques”. Las propuestas de los demás son consideradas como jugadas para desplazarla. Su actuación es la de una heroína de patio de vecindad que se defiende ante sus envidiosos vecinos.

En tanto que Ayuso representa el juego de la videopolítica, en el que lo decisivo es ganar, y por ende, la figura del perdedor es detestable, Gabilondo se esfuerza en dirigirse a una ciudadanía espectral, que apenas existe en tanto que ha sido reconfigurada por la hipermediatización y sus relatos, que los ha convertido en espectadores-votantes de los torneos que se representan allí. El encuentro entre ambos suscita una inapelable alusión al circo, así como una sensación de irrealidad. El resto de los actores, los que ejecutan prácticas referidas a los muertos-ausentes, cierran el círculo.

En estas condiciones me pregunto acerca de la capacidad que puede tener esta instancia circense-mortuoria, para representar intereses o deliberar en torno a políticas públicas. La maldición madrileña deviene en una tragedia, en tanto que la ciudadanía ha devenido en una forma perversa de espectador, que puede participar en las votaciones del espectáculo. En estas condiciones, parece imposible que nadie pueda ganar nuevos apoyos para otro juego.  

Entretanto, una amiga me cuenta que su hija lleva una semana acudiendo al Instituto, y que la mandan a casa con alguna tarea trivial. Los médicos de familia cuentan los enfermos que ven cada día, y nadie dice nada. La realidad se ha fugado de las instituciones madrileñas, al modo de Errejón y Carmena. Solo queda el circo, que en esta tierra alcanza la excelencia suprema.

 

 

 

 

 

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