domingo, 24 de mayo de 2020

QUINIENTOS: REVERSIÓN BIOGRÁFICA


El sistema métrico decimal me convoca de nuevo. Esta es la entrada quinientos del blog.  El proyecto original se encontraba determinado, tanto por la situación social del post-15 M, como mi situación biográfica, marcada por la pérdida de Carmen y el bloqueo profesional en la universidad y el campo sanitario. Este tiempo esperanzador ha devenido en un tiempo espectral, que se manifiesta en estos días mediante la vigorosa tercera medicalización, que ampara un poder que procede a la demolición del antiguo social, para reemplazarlo por una masa de moléculas individuales, localizadas, separadas, clasificadas, inventariadas, observadas, documentadas y dirigidas estrictamente. La sociedad de control intuida por Deleuze se ha hecho súbitamente realidad, ahora en nombre de la conservación de la salud.

Me invade una sensación de desolación por la ausencia de respuestas críticas de los átomos individuales que me rodean, así como por el tejido asociativo, que adquiere la imagen de lo espectral. La obediencia se impone por todos los lados. Esta conduce a una infantilización general, que se manifiesta en la proliferación de comportamientos de transgresión, que ceden ante las conminaciones de los agentes de la policía, que agiganta su papel como guardián de la ortodoxia de una vida regida –aparentemente- por la razón médico-epidemiológica. Nadie discute el sinsentido de las propuestas que pretenden reglamentar todos los actos. No me cabe duda de que la hiperconformidad es la antesala de una gran recesión en lo social y cultural, que ensombrece el paisaje social. El matrimonio más clamoroso del siglo XXI, es el del Covid-19 y el neoliberalismo, que es un gran proyecto de individuación y sometimiento de la sociedad. La salud y sus guardianes abren el camino ahora, pero pronto serán reemplazados por otros operadores de la domesticación, que heredarán sus métodos de rastreo y gestión de la población. 

Las imágenes de la rebelión de los ilustres ubicados en el barrio de Salamanca han movilizado mi memoria y mis emociones. Desde mi jubilación me encuentro en Madrid reviviendo mis primeros años. Cuando camino por este barrio, me invade una sensación extraña. Los seres humanos que deambulan por sus calles parecen los mismos que los de mi infancia. Así experimento una suerte de reversión biográfica, que significa un regreso a casa tras un largo viaje. Parece que nada ha cambiado y son las mismas personas que lo habitaban en mis años jóvenes. 

Nací en la calle Maldonado 24, entre Castelló y Núñez de Balboa. Mi primer colegio fue uno de monjas, el Jesús y María, ubicado en un edificio formidable en Juan Bravo, entre Núñez de Balboa y Velázquez. El edificio sigue allí igual, viendo pasar el tiempo, como la Puerta de Alcalá. Cuando paso por allí imagino que le requiero a voces  para que saque al patio todos los secretos cobijados en él. Mi segundo colegio fue el Sagrado Corazón, en la calle Claudio Coello, muy cerca de Serrano. Nuestra marcha a Bilbao me liberó de esta zona noble durante varios años. Regresé con quince años para vivir en el vértice del Barrio, la calle Francisco Silvela esquina con Diego de León.  Mis estudios universitarios dieron paso a la militancia comunista, que hizo de mí un nómada ajeno al barrio de mi infancia. En estos años pude conocer bien los barrios, entonces industriales, de Madrid.

Tras tantos años me ha conmovido la rebelión de los cuantiosos en bienes, que ahora se movilizan clamando la libertad. Mi perplejidad se encuentra más allá de lo finito, en tanto que he vivido mi infancia entre ellos, y conozco profundamente la antropología del autoritarismo que los sustenta. Pero el aspecto que más me ha turbado radica en la actuación de la policía frente a las manifestaciones-caceroladas diarias. Los pudientes son los propietarios del derecho, por eso viven en un permanente estado de excepción con respecto a las normas. En este caso, la policía que ha impuesto un millón de denuncias en dos meses, actuando con saña frente a incumplidores enclavados en los barrios donde habitan las gentes desprovistas de nobleza y distinción. Pero esta rinde honores a los señores escoltando sus incumplimientos generalizados.

Las televisiones sancionan la actuación de los policías, configurando una distorsión monumental. Presentan imágenes con audios condenatorios a gentes que se concentran en playas o terrazas, llegando al estado superlativo en la condena y exigencia de sanción. Al tiempo, presentan las imágenes de la fiesta política de los nobles, transgrediendo impúdicamente las normas, ubicándolo en la casilla de lo político, más allá de la obediencia requerida para todos al dispositivo epidemiológico-policial. Las normas no son para todos. Así se configura una exhibición impúdica del último grado en el que se instala la desigualdad: el del cumplimiento de las normas. Los poderosos se encuentran excluidos de su obediencia, en tanto que verdaderos propietarios de las instituciones, sancionados por la aceptación tácita de los operadores políticos y mediáticos.

Tras muchos años de ejercicio profesional en la sociología, me impresiona muchísimo la apoteosis del concepto de clase social. En estos días se hace patente su existencia obscena. Tal y como ocurre con todas las prácticas sociales, se encuentra grabado sólidamente en las mentes de todos los agentes sociales. Los policías en particular, actúan de acuerdo con sus representaciones sociales, guardando el debido respeto a los señores, que cuando se apoderan de la calle lo hacen acreditando su competencia de lo que entienden como mandar, un concepto esencial para los que habitan en las posiciones altas de la estructura social. 

La reversión biográfica afecta también a mi familia. La condena moral dictada en mis años adolescentes, deviene en una pena perpetua inapelable. En una reciente boda familiar, uno de mis tíos -hermano de mi madre, arquitecto enriquecido en la Costa del Sol, residente en Marbella, pero en aquellos años en la señorial calle de Claudio Coello- cuando alguien preguntó por mí, dijo en un tono enérgico que “a Juan lo tenían que meter en un avión y tirarlo al mar”. Como es sabido, en esas ceremonias se termina diciendo la verdad. No obstante, esta anécdota denota que se sigue manteniendo un vínculo familiar. Este es la admiración por los argentinos. En mi caso es a sus poetas y escritores. En el de mi tío es a los milicos, que ya inventaron con éxito esta práctica.

La extraña reversión biográfica, también se arraiga en mi historia profesional, una de cuyas facetas es mi presencia en el sistema sanitario tantos años. En este campo, estos días se confirma una involución. Recuerdo que en los primeros años comparecían discursos ubicados en la promoción de la salud, que hacían énfasis en la consideración de la salud como un factor favorecedor de una buena vida. La catarata de discursos referenciados en Alma-Ata y Otawa resultó un espejismo. En los años siguientes, mi diabetes me llevó a comprender el patio interior de las significaciones del control de los pacientes crónicos. Así se han creado las condiciones para la asunción de la realidad como resultante de sucesivos recortes, no sólo materiales, sino también en contenidos de los proyectos originarios.

La tempestad del Covid-19 ha mostrado la debilidad de las posiciones  de los que en el comienzo de la reforma, en los años ochenta, fueron creativos e innovadores. Esta es una generación amortizada, que se encuentra atrapada en el laberinto sanitario, que el mercado tiene sujetado sólidamente, sin posibilidad de escape. Con las excepciones de rigor, esta generación está experimentando el poder de absorción de la administración, con respecto a cualquier proyecto, que termina por vaciarlo inexorablemente. El ejemplo de la atención primaria lo hace patente. La industria de la enfermedad termina por devorar a (casi) todos sus hijos díscolos.

Ya he cumplido setenta años y soy un diabético convicto y confeso. Mi horizonte personal es sombrío, en tanto que sobre mi persona se cierne una descalificación monumental. Me gusta decir a mis amigos que la asistencia sanitaria, al modo de la industria alimentaria, trabaja disociando los frescos de los congelados. Los crónicos y los mayores, los portadores de patologías –porque quién a esta edad no tiene alguna arraigada en su cuerpo- son los congelados. Para estas personas se modifican sustantivamente los sentidos de la asistencia. Estos radican en ser conservados para la gloria de la esperanza de vida, que como es bien sabido, constituye un valor del que se muestran orgullosos los operadores de la asistencia. 

No para la vida, la mejor vida que sea posible, forzando los límites de las inevitables constricciones. No, para servir a la esperanza de vida. Tras esta pauta se esconde el gran secreto de la asistencia sanitaria: para conservarlos el máximo tiempo posible, es menester encerrarlos, arte en el que se están experimentado en estos días de apocalipsis viral. La propuesta imperativa de las autoridades profesionales es limitar severamente mi vida mediante un aislamiento gradual y vigilado. Una geriatra de Santander, compañera en mis correrías profesionales sanitarias en mis primeros años, me advertía de que llegaría a tener varias enfermedades crónicas. De momento no se ha cumplido esta premonición, pero ciertamente en el horizonte aparecerán señales de tormenta cronificadora.

Para mí es decisivo conservar mi autonomía y sortear los sucesivos encierros que me proponen. Tengo que vivir ahora en una sociedad medicalizada que me asigna el estatuto especial de cuerpo a conservar mediante su ubicación en un sistema variable de encierro. Tendré que movilizar todos mis saberes y recuperar mi condición de hacedor de prácticas para vivir en los intersticios del sistema con autonomía. Voy a revisitar a Michel de Certeau para mejorar mis defensas. Tendré que ser lagartija para aparecer por las grietas a tomar el sol y replegarme bajo las piedras cuando aparezcan mis guardianes. Mi apuesta es vivir con autonomía hasta el último minuto que me sea posible. También tengo claro que no quiero vivir una vida encerrada ni custodiada por gentes que han excluido los afectos desde su misma formación profesional.

Acabo de sacar a pasear a mi perra y me he encontrado con una persona que pedía dinero sin experiencia alguna. Me ha conmovido profundamente la conversación. También mi expectativa de que mañana se abre por fin el Retiro y estaré bajo los árboles viviendo intensamente mis rutas, consciente de que tendré que inventar algunas nuevas. Mi capacidad de sentir me dice que todavía estoy vivo y que debo escapar del proyecto de enlatarme, fundado en la visión de mi cuerpo como portador de varias variables biológicas medibles y encuadrables en el sistema de significación de derogación de la vida vivida para prolongar la vida artificial bajo supervisión médica. Tengo que vivir siendo mayor y crónico en el mundo de la tercera medicalización, y aprender a sortearla. Este será el mejor indicador de que estoy vivo.






3 comentarios:

  1. Felicidades por tu quingentésima entrada en el blog, Juan. Saludos revolucionarios a tu tío y ánimos para seguir viviendo sin someterte a esta insana idea de salud con la que nos abruman. Un abrazo fuerte. Iñigo

    ResponderEliminar
  2. Te sigo desde Granada, como siempre.

    Muchos abrazos y mucho ánimo para pasear en tu "retiro"

    ResponderEliminar
  3. Bueno Juan tu ya me conoces, me gusta hablar con ironía a pesar de que soy prediabético y tengo 69, vamos que te sigo de cerca, pero aunque sea meterme donde no me llaman...¿como se te ocurrió volver a Madrid con tantos lugares tranquilos que hay en la España vaciada? ahora en el pecado llevas la penitencia y además te saldría mas barato y tu perra gozaría mas, yo en cuanto me jubilé me largué de BCN a un lugar tranquilo de cuyo nombre no me acuerdo debe de ser un fallo de mi memoria, Un abrazo y sigue rebelde.

    ResponderEliminar