sábado, 14 de enero de 2017

MEMORIAS DE LA CÁRCEL. LA SINFONÍA DE LOS CERROJOS



La cárcel es una institución perversa que desempeña una función fundamental en el orden social. De este modo es inseparable de la sociedad global. Las prisiones son los contenedores en los que se almacena a la población efectivamente penalizada. Esta resulta de una selección tenebrosa de aquellos que incumplen distintos preceptos del código penal. Esta selección es realizada mediante la concertación de varios dispositivos tales como la policía, los tribunales y las instituciones penitenciarias, que clasifican y depuran a los imputados por distintos delitos, una parte de los cuales termina en la prisión. Esta operación de selección y tratamiento de la delincuencia constituye una verdadera apoteosis de la desigualdad social, en tanto que muchos de los transgresores del código penal no son perseguidos efectivamente.

He pasado más de un año de mi vida entrando y saliendo de la antigua prisión de Carabanchel en mi condición de preso político. Me he decidido a contar algunas experiencias personales sobre la cárcel. La transición política y el postfranquismo han generado varias paradojas. Una de ellas es la contraposición entre el volumen de la población encarcelada por su defensa de la república o la oposición a la dictadura y el escaso número de memorias o testimonios. Ahora que ha muerto Marcos Ana se ha hecho patente este vacío. Otra es que una parte muy importante de los presos políticos de los últimos años del franquismo se han reciclado política y socialmente, de modo que han renunciado a reivindicarse como tales, recompensados por las altas posiciones alcanzadas en el nuevo régimen. Así se constituye un vacío de grandes dimensiones en la memoria colectiva. 

La complejidad de la memoria histórica es manifiesta. Existen distintas cohortes de presos y víctimas. La emergencia de los fusilados y asesinados múltiples durante y después de la guerra ha suscitado una leve atención mediática y social en los últimos años. También de aquellos resistentes en los años cuarenta y cincuenta que cumplieron condenas tan largas. Pero, paradójicamente, existen muchas sombras sobre los presos políticos de los últimos años. Los factores que contribuyen a esta opacidad tienen que ver con las heridas derivadas de las actuaciones de ETA, y también, con el protagonismo incuestionable de los comunistas en la resistencia, cuyos comportamientos en todos los tiempos de oposición se inscriben en lo heroico, contradiciendo el guion del relato oficial acerca del origen de la nueva democracia. La convergencia de estos factores construye una zona de sombra y desmemoria monumental. Por  ilustrar esta afirmación, escribo este texto sin citar los nombres de distintos compañeros de prisión en esos años, que han alcanzado cumbres políticas, académicas, profesionales o empresariales, y que tengo la convicción que no quisieran ser citados. Esta es una historia pues de héroes por accidente y también de gentes que deniegan de una parte de su pasado.

Mi primer ingreso en la prisión de Carabanchel fue el 1 de febrero de 1968. El mes de enero de ese año proliferaron huelgas y movilizaciones en los centros universitarios que culminaron con una gran manifestación. Entonces era un activista muy destacado en la Facultad de Económicas. La noche anterior a la manifestación, la policía hizo una redada en los domicilios de varios dirigentes estudiantiles. Fui tan poco precavido que dormí en mi casa y allí me detuvieron a primera hora de la mañana. Fuimos arrestados así diez estudiantes. Horas después de llegar a los calabozos de la Dirección General de Seguridad en Sol,  empezaron a comparecer los detenidos en la manifestación. En las celdas se congregaron decenas de personas que saturaban las plazas disponibles. Después de tres días en los que nos interrogaron sin mucha  intensidad, nos comunicaron que nos multaban con diez mil pesetas de las de entonces y que si no las hacíamos efectivas inmediatamente nos ingresaban un mes en Carabanchel. No hubo opción a responder a esa sanción administrativa.

Esta es la primera vez que experimenté el desplazamiento custodiado desde la celda al patio interior,  donde nos concentraron en el siniestro y oscuro furgón. El encuentro con los demás alivió el viaje, en el que nos contamos los interrogatorios e hicimos pronósticos sobre nuestra estancia en la cárcel. Desde el interior del furgón no veíamos nada. Un tiempo después se detuvo y escuchamos las voces de los guardias hablando con los de la cárcel. Entonces comenzó el catálogo de ruidos que distinguen a la prisión. Los sonidos de las cerraduras y las puertas llegaban a nuestros oídos por primera vez y no nos abandonarían hasta la salida. Al salir nos encontramos en una sórdida instancia iluminada tenuemente por luces amarillentas. Así se hizo presente la debilidad de la luz, que junto con los sonidos conforman el ecosistema carcelario.

Allí fuimos registrados y cacheados. Entonces se confirmó un hecho que me iba a acompañar en los años siguientes. Tanto en los arrestos como en los tránsitos es inevitable escuchar la frase que ha quedado grabada en mí “Saca todo lo que tengas en los bolsillos”. Esta es la señal que indica que eres ingresado en una institución total, en la que eres despersonalizado mediante la desposesión de tus cosas para reforzar la uniformización.  Tras el cacheo fuimos ingresados en las celdas de un módulo de ingreso en el que se tienen tres días a los recién llegados. La comida era horrorosa. Cada cual tenía un plato y una cuchara metálica para sus comidas. En estos días fuimos aliviados por la visita de los abogados que traían noticias de las familias que no habían sido informadas de nuestra reclusión. Mi madre tuvo que acudir a Sol a vagar por varias dependencias hasta que se enteró de mi nuevo domicilio.

Transcurridos los tres días fuimos trasladados a la tercera galería. Entonces los presos políticos estaban en la mítica sexta galería. Esta fue testigo de múltiples luchas en las que los habían logrado mejorar las condiciones de su reclusión. Algunas de estas fueron huelgas de hambre muy duras. Esta fue la primera vez que un grupo de “políticos” fue a la tercera, en donde fueron concentrados desde entonces la gran mayoría de los mismos. Las autoridades penitenciarias dejaron en la sexta a una élite selecta de internos. Allí estaban algunos dirigentes comunistas, recuerdo a Horacio Fernández Inguanzo, así como los sindicalistas de comisiones obreras del célebre proceso 1001.  Cuando regresé en julio del año siguiente la tercera registraba una concentración de presos políticos muy importantes, que habían mejorado sustancialmente sus condiciones de vida.

En esta estancia compartíamos el patio y todas las instalaciones con los presos comunes, pero existía una barrera muy espesa entre ellos y nosotros. Muy pronto recibimos la visita semanal de nuestras familias que nos enviaban ropa, comida y dinero para comprar en el economato. Las arquitecturas carcelarias son panópticos deplorables. Me impresionan mucho las construcciones universitarias de los últimos treinta años que comparten patrones con las mismas. Las celdas, los pasillos, las duchas, las escaleras, el patio, la biblioteca, que en realidad era una sala en la que había una televisión que era frecuentada a última hora. Un día a la semana había cine y los domingos misa. Me llamó la atención poderosamente el comportamiento de la planta baja que acogía a presos mayores. Muchos de ellos se vestían con corbata los domingos y paseaban celebrando un día de fiesta, como en el exterior en esos años en los que el domingo agotaba todo el fin de semana, en el que el sábado era un día mixto de trabajo y fiesta.

La rutina de la vida era muy rigurosa. Apertura de las celdas para el recuento, aseo y desayuno, trabajos de limpieza, patio, visitas, comida, celda, patio, cena y reclusión en las celdas. Este era un ciclo cotidiano recurrente. Tras unos días de adaptación comprendimos la importancia del ejercicio físico, la lectura y el mantenimiento de un alto nivel de conversación e intercambio del grupo. Tuvimos que aprender solos en ausencia de presos experimentados que nos podían enseñar muchas cosas, tal y como ocurrió en mis siguientes estancias en la tercera. Como he dicho anteriormente no quiero revelar los nombres de mis compañeros, pero uno de ellos es un catedrático muy relevante de sociología con una gran proyección política y social. Otro es un periodista económico de élite, que ya entonces destacaba por su gran inteligencia y preparación. También otros de este grupo han sido triunfadores en el postfranquismo. La vida de grupo fue buena con alguna excepción derivada de las diferencias políticas entre nosotros. En algún caso aparecieron comportamientos sectarios por parte de alguna persona que fueron reconducidos.

La esencia de la prisión son sus sonidos. Al despertar se abren las celdas para el recuento en una orgía de cerraduras y ruidos secos. Los cerrojos y las puertas conforman una gama de sonidos que se acrecientan en los tiempos vacíos y en la noche. El silencio es interrumpido por las voces de las comunicaciones entre funcionarios. El concierto de los candados se refuerza por los ecos de las galerías. Es en esos momentos cuando se hace patente la ausencia de los sonidos buenos de la vida: los de la naturaleza, los pájaros, las músicas, las risas, las conversaciones amables y los murmullos, jadeos y susurros que acompañan a las relaciones amorosas. Los ruidos metalizados de las cerraduras confirman el estado de reclusión. La ausencia de sonidos amables se corresponde con unas relaciones cotidianas con los funcionarios en las que la cordialidad está excluida. Cada cual es un número que se comprueba varias veces en el gran acto de los recuentos.

Otro aspecto invariante en la prisión es el frío perpetuo. Las bajas temperaturas se apoderan de toda la vida diaria y se incrustan en los cuerpos. Es una sensación incesante que no presenta ningún momento de excepción. Las congeladas celdas, galerías, duchas y patios se entrelazan para conformar un entorno hostil. La mala calidad de las ropas de entonces contribuía a confirmar el estado corporal de frialdad perpetua. Esto fue paliado en mis siguientes estancias en las que había hornillos eléctricos en algunas celdas. La revolución tecnológica de las fibras ha contribuido a la aparición de una nueva generación de ropas, abrigos, mantas y edredones que palían el frío reduciendo considerablemente su impacto.

Pero lo peor de la prisión fue para unos señoritos progresistas como nosotros fue enfrentarnos a la realidad de la población efectivamente penalizada en la cotidianeidad. Entonces esta población se correspondía con la sociedad española de la época. Se trataba de la parte más débil de los inmigrantes a la ciudad hacinados en chabolas que no habían logrado ingresar en las fábricas de esa época. Junto a la sociedad local del delito blando, tales como carteristas o estafadores, una buena parte de ellos se encontraban condenados por delitos de violencia dramática que se correspondía  con sus condiciones sociales de pobreza y marginación extrema representada en los poblados de chabolas e infraviviendas.

Entre ellos, los denominados presos comunes, y nosotros, existía un muro infranqueable que se expresaba en la ausencia de relaciones. Parecía que ni siquiera nos veíamos, pero la verdad es que todos nos encontrábamos en un campo visual común. El encuentro más cercano tenía lugar en la sesión de cine semanal, en la que compartíamos el espacio en una sala lúgubre en la que nos encontrábamos hacinados. La proyección se demoraba por la llegada secuencial de reclusos desde distintas plantas, sometidos  a la lógica de ser contados. En los minutos que antecedían a la proyección podíamos contemplar sus modos de estar y sus relaciones.

Sin ánimo de construir estigmas, se me han quedado grabados para siempre varios episodios de relaciones entre los fuertes y los débiles que tenían lugar ante nuestras miradas. Recuerdo una persona con una discapacidad intelectual moderada que era objeto de un trato despiadado. Cuando estaba buscando un lugar para sentarse un tipo con aspecto duro de matón de gueto le saludaba a voces. Al llegar donde él le pegaba un tortazo en la cabeza que emitía un sonido inquietante coherente con el medio de la sinfonía de los cerrojos. Tras su queja el matón le avasallaba diciéndole que eso no era un golpe sino un saludo afectuoso. Después le propinaba otro tortazo acompañado de palabras cordiales pronunciadas en un tono durísimo. El miedo del agredido se hacía patente, al tiempo que el sadismo del agresor, que disfrutaba de su superioridad. La oscuridad y la ficción de la pantalla terminaba con el sórdido espectáculo de la vida en estado de encierro que acrecienta el drama de los más débiles.

Los últimos días eran esperanzadores, en tanto que ya habíamos internalizado un mecanismo institucional de las instituciones totales, que es el tiempo. Cada día contábamos los que quedaban y hacíamos cábalas, cálculos y pronósticos. Lo he vivido en múltiples instituciones. La apoteosis del tiempo muerto que atenaza a los involucrados en instituciones, viajes y otros acontecimientos. El tiempo vivido se transforma en unidades de tiempo muerto que se cuentan incesantemente y organizan la cotidianeidad.

Cuando volví en julio del año siguiente de nuevo a la tercera,  esta albergaba una comunidad numerosa  y variopinta de presos políticos, en la que coexistían los transeúntes que venían desde provincias a juicios; los cuantiosos presos de ETA,; los comunistas; los sindicalistas; los pertenecientes a grupos de origen maoísta o trotskista; los estudiantes, así como algunos profesionales o intelectuales. Esta comunidad había transformado el medio y se encontraba eficazmente autoorganizada, de modo que sus condiciones de vida eran manifiestamente mejores. Pero el efecto principal de esta comunidad era el apoyo afectivo a los moradores de esos establecimientos en los que en las noches se seguía escuchando la sinfonía de los cerrojos.


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