lunes, 3 de noviembre de 2014

IGNACIO

Ignacio es un vecino mío en el Santander de los años ochenta. Se trata de una persona cordial, que encarna un compendio de pequeñas virtudes relacionadas con la vida diaria en común, a la que contribuye haciéndola más vivible. En los primeros años de Carmen como conductora,  siempre estaba atento a ayudarla en el arte del aparcamiento en espacios inverosímiles. Esta persona tan entrañable sufrió un infarto de miocardio, del cual pudo salir adelante. Desde entonces fue designado mediante una nomenclatura muy agresiva y estigmática, que lo nombra  como “cardiópata”. Este término indica muy bien el desencuentro entre la atención sanitaria y la vida. Al Ignacio enfermo habría que denominarle por medio de una palabra dulce que fuera inventada por los poetas.

Era conductor de una furgoneta propia, en la que hacía trabajos para varias empresas en el declinante tejido industrial de esos años. El infarto se produjo en la calle, en su jornada laboral. Fue trasladado al hospital de Valdecilla, donde fue asistido por un buen equipo de cardiólogos, que conjugaba  la tecnología con  la organización. Quince días después, regresó a su mundo con un tratamiento estricto, una de cuyas partes era precisamente cambiar de vida para ajustarse a su nueva condición de cardiópata. El tratamiento farmacológico, la vigilancia de su estado mediante pruebas y revisiones,  así como las prescripciones de alimentación y de cuidado, constituyen el núcleo de su nueva vida.

Me lo encontré un año después, cuando regresé de vacaciones, pues ya estaba en Granada. El encuentro fue cordial. Me contó lo del infarto y hablamos sobre su estado. En esta conversación me dijo una de esas frases  emblema que sintetizan su estado personal y  su percepción de la enfermedad “Estoy jodido porque tengo que comerme el caldo del cocido”. Se tomaba el caldo de un puchero en el que lentamente se condimentaban los platos exquisitos en los que se fusionan las legumbres, las verduras y los prodigiosos productos del cerdo, con esa especial “banda de los cuatro” compuesta por el jamón, el chorizo, la morcilla y el tocino. Le hice saber mi asombro, en tanto que ese caldo no era adecuado para él, tanto para su salud como por la activación de los sabores prohibidos. Así se fraguó una conversación, tan pausada como la elaboración de los platos de cuchara y puchero de esta época.

Ignacio era una persona muy representativa de la clase trabajadora de esos tiempos.  Sus años jóvenes estuvieron regidos por la escasez y el rigorismo de la vida rural. En el curso de su vida fue mejorando mediante saltos continuos. Su aterrizaje en la ciudad;  su conversión en propietario de un piso;  su trabajo, que le proporciona un salario digno; un nivel de vida aceptable, que incluye la sanidad pública, la educación para sus hijos, las pensiones y otros servicios; su conversión en un ser motorizado, que le proporciona movilidad y autonomía; la expansión en su vida de zonas de confort en sus consumos, los bares, los domingos en familia y las vacaciones; también la seguridad respecto al horizonte de sus hijos.

La contrapartida es la aceleración del cambio en todos los órdenes,  que le convierte en un ser extraño, que no comprende muchas de las cosas que aparecen ante sus ojos. En particular, las diferencias con sus hijos y las personas de las nuevas generaciones. Así se incuba un malestar inespecífico pero permanente, que se activa cuando, al intervenir sobre cualquier asunto cotidiano, se percibe desplazado por los que viven un mundo construido a sus espaldas.

Pero el episodio del infarto cambia su vida. La frecuentación de la farmacia, la conversión de la cartilla en un documento de uso cotidiano, la habituación a las visitas a los médicos, las pruebas antes de las revisiones, el temor a un empeoramiento o un nuevo infarto y su nuevo estatuto ante las personas  que le rodean, que le tratan como a un ser especial minimizado, un enfermo, un cardiópata para los entendidos. Junto a estos factores, en el hospital le han recomendado en los días anteriores al alta, algunas normas referentes a su comida, bebida, ejercicio y otras cuestiones cotidianas. Estas forman un conjunto de prescripciones abstractas, que nadie ha traducido a sus condiciones, a su vida singular y a los escenarios en los que esta se desarrolla.

El ciclo de su vida cotidiana, antes del dichoso accidente cardiovascular,  es así, tal como lo voy a contar. Muchas de las pautas recurrentes que las conforman no son elegibles ni individuales. Son sociales y se encuentran determinadas por sus condiciones y por las microsociedades en las que vive. Se levanta muy temprano, toma un café con leche y se va a la furgoneta a comenzar su jornada. Es de la generación que no desayuna nada sólido. A media mañana,  hace una pausa en un bar y come un pincho o un bocadillo junto a un café. En las barras de los bares de desayuno se encuentran varios sabores fuertes, siempre caracterizados por los excesos de grasas. Cuando concluye la media jornada toma un vino blanco en el bar de debajo de su casa. Este es uno de los momentos de relajación para él. Se encuentra con amigos con los que conversa acerca de las cosas cotidianas. También se comentan las cosas públicas que se presentan en los sumarios de los telediarios.

Tras este breve intervalo sube a casa, en donde se procede a la comida en familia. Su mejora continua en la vida no ha impedido que una de sus hijas sea víctima de un matrimonio problemático y desdichado. Su marido no trabaja y la maltrata, por lo que ha tenido que acogerla en casa con su nieto. Este es un acontecimiento muy complejo, que desborda sus capacidades y le genera un malestar constante. En este tiempo familiar se hace presente siempre, flotando sobre la sala donde se desenvuelve la vida común. Pero la comida es elaborada en un territorio extraño a un varón de su generación: la cocina. Este es un espacio donde se toman decisiones que conectan con el presupuesto familiar y el gusto, que tiene su origen en la infancia. Está regida en monopolio por las dos mujeres de la casa. El resultado es la preponderancia de los pucheros, la presencia de las carnes rojas o los pescados, siempre custodiados por las patatas fritas, así como los fritos y otras delicias tan sólidamente relacionadas con el aceite. La fruta y las verduras se encuentran infrarrepresentadas. La comida representa una de las gratificaciones más importantes en sus vidas diarias, así como símbolo del progreso en contraste con sus infancias, caracterizadas por sus carencias de proteínas.

El bar vuelve a ser el momento previo a la jornada de tarde. El café acompaña a los humos de los cigarros o puros, los Farias de esa época,  sin excluir una copichuela de coñac o similar. Varias horas de trabajo terminan de nuevo en el bar, en donde antes de la cena tiene lugar el momento mejor del día, que consiste en compartir un vaso de vino tinto con los amigos. La animada conversación compensa las tensiones laborales, familiares y vitales. Allí se fraguan las amistades y las enemistades. Es el ámbito donde uno cuenta lo que piensa y contrasta con los otros. En este espacio se produce una sociabilidad efervescente compartida.  Después,  la cena en familia, que es dominada por la televisión, que en ese horario  presenta sus productos de mayor impacto.

Este es el ciclo de vida diaria de un trabajador en los años ochenta. Los fines de semana familiares incluyen desplazamientos a pueblos, playas u otros lugares, comidas en las que se congregan más familiares, con sobremesas dilatadas. También son un espacio para encuentro de generaciones, de tiempo con los hijos o nietos, así como para la realización de actividades domésticas. El futbol acompaña el día de fiesta produciendo las pasiones colectivas y las identificaciones.

Pero esta secuencia de la vida diaria, en el que obtiene las gratificaciones que le permiten vivir una vida aceptable, es ignorada por la atención profesional, que privilegia los medicamentos, sólo conversa con él a través de los resultados de las analíticas y pruebas, y le transmite un conjunto de prescripciones abstractas sobre el estilo de vida. Lo hace en unos términos técnicos, en los que los carbohidratos, las proteínas, las calorías y otras palabrotas similares no encuentran vínculos con su mundo. No hay traducción a su gusto y sus prácticas alimenticias. Lo mismo con el alcohol. Así se privilegia la tecnología sobre la relación, que es reducida  a los consejos ajenos a su vida y las  prohibiciones, que siempre apelan a su sacrificio, del que supuestamente es beneficiario.

La incomunicación institucionalizada entre el paciente y los profesionales se funda en el falso precepto de que es un ser individual asocial. De ahí que la comunicación se focalice  sólo en él. Sin embargo, su vida se desenvuelve en una matriz social, circulando por territorios que tienen sus atributos propios, que se sobreponen a las personas que los habitan. Estos territorios tienen sus lógicas, sus normas implícitas, sus supuestos y sus sentidos. Ignacio atraviesa cada día varios espacios influyentes en su estado de salud. En el proceso de su tratamiento y reinserción, nadie habla con las mujeres que gobiernan su cocina,  sala de estar y dormitorio, o se piensan alternativas al trabajo o al universo social del bar.

Cuando me lo encuentro sigue acudiendo al bar, que es donde se encuentra su mundo social y su lugar como persona. Allí es un fumador pasivo intenso y un ser relegado, en tanto que tiene que administrar sus dosis de vino, cuando el consumo de este es social. Cada vaso se corresponde con una secuencia de conversación en un estado colectivo de cierta euforia, donde cada cual celebra su integración en la vida. Pero el tratamiento le constituye como un ser solitario, condenado a no participar en los mejores momentos de la vida común y sus efervescencias y afectos compartidos.

Nadie le ha ayudado a elaborar alternativas. Tiene que hacer un régimen racionalizado en solitario, que le separa de su familia y de su grupo social que se congrega en el bar. Así, el tratamiento lo reconstituye como un ser extraño abocado a la marginación, porque en su vida se come y se bebe en común. La prescripción de hacer ejercicio a las víctimas del corazón  ha congregado grupos de enfermos que se agrupan en lo que se denomina “la senda de los elefantes”, en uno de los fantásticos paseos en las playas de Santander. Allí caminan unidos las legiones de cardiópatas jubilados, que celebran encontrarse, estar juntos y constituir un estado común de compartido, que tiene momentos de efervescencia colectiva. Este pequeño mundo ha sido inventado por ellos mismos, ahí radica su vitalidad. Estos mundos sociales se definen por encontrar una compatibilidad entre lo lúdico social y las restricciones del tratamiento.

Existe una gran distorsión en la atención sanitaria respecto a la vida del paciente. Esta queda relegada, dominada por la idea del buen control de la enfermedad,  el formato de la atención rigurosamente individual, que se desentiende del mundo singularizado del paciente. La propuesta es una vida artificial que le arroja al exterior de su mundo.  En congruencia con esta premisa, se entiende la eficacia como un servicio de hospitalización domiciliaria, en el que se trata de llevar la tecnología al domicilio. También con la construcción de los centros de salud, entendidos desde la perspectiva que aquí he denominado como “los fuertes”. Pero el trabajo de ayudar al paciente a descubrir nuevos sabores o encontrar otros espacios de sociabilidad queda vacío. La explosión tecnológica se orienta a la generalización de dispositivos para hacer pruebas y mediciones  que puedan ser accesibles al profesional instantáneamente, reforzando la marginalidad de la vida.

Por eso la palabrota “cardiópata” designa el estigma de un ser individual que es amputado de su mundo social natural y reconstituido como ser asocial solitario subordinado al tratamiento. Todo esto con el máximo de amabilidad comercial. Así, el sistema sanitario  se articula con otras instituciones del presente para producir una  lógica de individualización rigurosa y radical. La soledad de muchos enfermos crónicos  se relaciona con otras situaciones sociales, como  la proliferación de corredores solitarios que se enfrentan con sus retos cotidianos, ejercidos  en el  nombre de su cuerpo y su salud. Todos se encuentran unificados por vidas en las que impera el sacrificio.

Muchos años después lo volví a encontrar. Estaba muy bien físicamente, ya jubilado y viudo. Tenía una novia que había conocido en una sala de baile de mayores. Sus ojos tan azules brillaban especialmente cuando se refería a ella. Me contó sus viajes del inserso con su novia al cálido Mediterráneo. Eso sí que es cardiosaludable. Había redescubierto su vida sexual, tan austera en los largos años del matrimonio. Esto es  lo mejor de los años del postfranquismo en España. En las euforias colectivas de los viajeros mayores se minimizan los tratamientos y resplandece lo mejor de la vida. No he vuelto a saber de él, pero no siento preocupación porque intuyo un buen final para él. Ahora me preocupan más sus nietos, a pesar de que tienen un sistema sanitario que le presta atención continuada. Pero tienen otras carencias.

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