sábado, 30 de agosto de 2014

TRES DE ENERO. EL CERO Y EL INFINITO.

El tres de enero es la fecha en la que pude hacer los papeles en MUFACE para pasar a la sanidad pública. Es el día en el que cruzamos la frontera asistencial, dejando atrás el mundo de la atención  médica de top manta. Los funcionarios podemos cambiar todos los años en el mes de enero. Como en Granada el día dos es fiesta local, el tres a las nueve de la mañana estaba en las oficinas para obtener el visado hacia un sistema asistencial que hiciera posible el diagnóstico y el tratamiento de Carmen, superando así su estatuto de no diagnosticada en el laberinto médico de todo a cien.

Nunca me he encontrado tan ansioso e inquieto como ese día. La vida es siempre tan paradójica.  Llevábamos meses esperando el momento en el que pudiéramos acceder a las  Urgencias de un hospital público. Eso nos parecía un sueño. La emoción que sentíamos era de tal rango,  que supera  a otras energías intensas que he experimentado en mi biografía personal, tales como acontecimientos  vitales de distinto signo. Sentíamos una liberación infinita, por abandonar del mundo de la asistencia médica de todo a cien, para desembarcar en las urgencias, que no es precisamente un paraíso. En este sentido, habíamos llegado a adquirir un estatuto semejante al de los refugiados, definidos por los horrores que dejan atrás.

En la segunda mitad de septiembre nos encontrábamos de nuevo en casa,  con Carmen en un estado lamentable. Pero habíamos aprendido en esta experiencia fatal,  que el diagnóstico se encontraba en el exterior de la oferta de la compañía, así como que en el entramado asistencial de esta  le podían causar daños muy importantes. Buscar el diagnóstico fuera y protegerla de los profesionales de los bajos fondos, eran las cuestiones fundamentales.  Aceptamos la rehabilitación, en tanto que se la llevaban por la mañana en una ambulancia y la entretenían un par de horas sin causarle daños. A pesar de su movilidad restringida, su mala situación psicológica, sus dolores y el progreso seguro de su enfermedad,  había recuperado alguna vitalidad que le permitía realizar algunas actividades cotidianas, como leer, también conversar con nosotros, disfrutar de la compañía de las perras y otras. Con su gracia singular, me dirigía desde su trono inmóvil en la preparación  de la comida.

 En las semanas críticas del hospital, tanto la médica amiga, como la neumóloga, habían generado algunas hipótesis que, en una situación así constituyen  un horizonte diagnóstico. Se hablaba de la posibilidad de una  sarcoidosis. Alguna prueba radiológica apuntaba algún indicio en esa dirección. Pero los médicos amigos coincidían en  que el diagnóstico era una cuestión propia de un internista. La neumóloga fue  la que nos dijo que este era un caso en el que había que recurrir a un internista específico, el jefe del servicio de  medicina interna del hospital Ruiz de Alda, un médico muy prestigioso.  En el final de septiembre acudimos a su consulta.

La consulta fue un acontecimiento que vivimos eufóricamente. Después de meses de tránsito por las de todo a cien de los especialistas y de los médicos generalistas dimisionarios de la compañía, inmediatamente percibimos que nos encontrábamos ante un médico verdadero. Le contamos la situación, le aportamos  el maletín de las pruebas realizadas desde el comienzo y le especificamos el motivo de la consulta, subrayando queríamos un diagnóstico. Tuvimos un sentimiento de gran emoción cuando procedió a examinarla físicamente con sus manos en una camilla. Exploró su cuerpo, le hizo preguntas y tomó algunas notas. Miró las radiografías y todo el voluminoso y redundante  material de las pruebas. Después le hizo una anamnesis cuidadosa y pausada. Pude reconocer que la entrevista no estaba regida  por la rutina mecánica  de un cuestionario, sino por sus primeras dudas e interrogantes, que iba reelaborando en el curso de la misma. Tomaba notas y hacía preguntas dirigidas a aclarar algunos aspectos y a establecer relaciones entre distintas cuestiones. Terminó organizando el núcleo de la información y citándonos para la siguiente consulta.

Nos encantó su curiosidad, su interés y su actitud de indagación. Era muy cordial, pero no era esa cordialidad comercial que impera en la atención médica  actual, por efecto del vendaval de los saberes del mercado que se han abatido sobre ella. Entendía su trabajo fundado en su inteligencia y método, que predominaba sobre  la tecnología. Transmitía seguridad al movilizar y hacer patente su experiencia clínica y su inteligencia. Pero, sobre todo, percibimos inequívocamente su interés y su compromiso con Carmen.  También se mostraba abierto a nuestra experiencia y definiciones,  pero era claramente directivo en el área que le corresponde, como tiene que ser un profesional médico. Nos citó para la siguiente consulta, en la que dijo que habría estudiado el caso. A continuación,  hizo un informe escrito sintetizando el estado de la cuestión y formulando el problema. Este es el  primer informe que vimos desde el mes de marzo, en el que se desencadenó la enfermedad. Me fascinan los buenos informes sintéticos y las escrituras de profesionales como la de  algunos  médicos o jueces. Son rigurosamente precisas y contrastan con la generalidad de algunas de las escrituras propias de mi mundo de las ciencias sociales.

Cuando salimos de la consulta estábamos eufóricos. Nos tomamos una cerveza y unas tapas casi flotando de alegría. Nos abrazamos y reimos. Carmen lloró. Cuando tuve que subirla y acomodarla en la moto, la realidad se hizo presente de nuevo. Pero es la primera vez que teníamos una esperanza fundada y nos sentíamos acompañados por el médico, lo que nos reportaba una sensación de protección. En las consultas del todo a cien nadie se comprometía y el profesional practicaba una extraña lotería basada en las pruebas. Este era un espacio donde reinaba la mecánica de las probabilidades y en donde se encontraba ausente la inteligencia. Estábamos fascinados por el contraste. En particular por cómo compilaba la información, buscaba las relaciones y preguntaba, pero, principalmente,  era asombroso a nuestros ojos cómo estaba en su sitio, llenándolo mediante la energía que manifestaba y la autorresponsabilización explícita. En nuestra experiencia reciente, la silla del médico se encontraba vacía.

En esta primera consulta se puso de manifiesto su focalización en el paciente. Estableció una frontera entre Carmen y yo. Me trataba muy bien, respondía  a mis preguntas y me hizo algunas. Pero tenía muy claro quién era la paciente singular. Carmen se sintió protegida por él durante muchos años y hasta su muerte.  Vivimos la consulta como una reconciliación con los supuestos básicos de la medicina, que se encuentran difuminados en este tiempo, no sólo en los bajos fondos que habitamos, sino en los médicos-robots que pueblan la asistencia pública, que delegan en la tecnología en detrimento de la comprensión del problema, que siempre es poliédrico y complejo, además de inseparable de una persona.

En la segunda consulta se confirmaron nuestras intuiciones. Me dijo que creía que podía responder,  obteniendo el diagnóstico. Pero advirtió  que si se encontraba bloqueado sin posibilidades, nos lo diría claramente, recomendando otra alternativa profesional. Hizo una auténtica exhibición de conocimiento del caso. Me comentó que su trabajo se asemeja al de un detective, consistiendo en buscar indicios que le lleven a formular hipótesis que pueda explorar y descartar. Nos presentó un menú de alternativas entre las que ya estaba presente la  Granulomatosis de Wegener. En esta consulta volvió a explorar cuidadosamente el cuerpo de Carmen e hizo muchas preguntas.  Salimos muy confiados y reforzados psicológicamente. En mi fuero interno la clínica quedó rehabilitada. Se trata de un proceso de indagación en el que es preciso movilizar todos los sentidos. Por fin se materializaba en  algo asociado a la inteligencia y no a las máquinas.

En esta consulta estableció un plan de actividades, consistentes en la realización de pruebas derivadas de sus hipótesis diagnósticas. Su propósito era progresar en la búsqueda, descartando algunas de ellas.  Así se reavivó nuestro conflicto con la compañía. Cada prueba tenía que ser prescrita por un médico de la misma. Después,  el paciente tiene que acudir a las oficinas a solicitarla  para ser aprobada y sellada. En este mundo no existen los informes clínicos  pero la burocracia es de una magnitud que dejaría asombrados a los mismísimos Kafka y Weber. Entonces, para cada prueba tenía que ir a un médico y pedirle que la solicite diciéndole para qué médico es, pues nuestro internista no está en las compañías. Su nombre era todo un pasaporte, pues todos le respetaban, aunque también encontramos sentimientos negativos. En España cualquier persona que destaque o sea singular es severamente represaliada por muchos de los concentrados y encuadrados  en los rebaños múltiples.

Una vez obtenido el consentimiento del médico,  tenía que acudir a la sede central a que fuera aprobada por los que he denominado en el post anterior como “apoderados de torero”. Con esta denominación he querido aludir a que constituyen una casta burocrática con disfraz de gerencial, que se sobrepone a los médicos,  que son quienes producen los servicios. Mis experiencias con los apoderados merecen casi un libro. Practicaban retóricas insólitas. Me decían que los médicos que pedían estas pruebas se encontraban atrasados  profesionalmente, porque estas ya no se hacían por quedar obsoletas. Así reviví uno de los misterios oscuros de la preponderancia de la eficiencia sobre la eficacia. Era preciso un sistema de amenazas sobre los profesionales para que se comportasen “responsablemente”, según los cánones que imperaban en la asistencia del todo a cien. Alguna vez contaré cosas insólitas para algunos médicos que leen este blog.

Pero no puedo evitar contar una. A los médicos de la compañía les pagan por acto médico. Así la compañía proporciona una tarjeta a cada asegurado, de oro por supuesto, y en cada consulta tiene que presentarla. El profesional la pasa por una máquina para cobrar después una cantidad que debía ser muy pequeña, porque llegamos a vivir una situación en la cual uno de los profesionales nos dijo que si no teníamos inconveniente en que la pasase dos veces. Pero lo mejor fue el descubrimiento de un piso nuevo, grande y ubicado muy cerca del hospital público, que compartían varios médicos. Era un lugar que me recordaba a los misteriosos y fascinantes  prostíbulos parisinos, retratados por el maestro Buñuel en  “Belle de jour”. Los pasillos registraban las idas y venidas de los pacientes que se ayudaban mutuamente para orientarse en la búsqueda de cada médico, pues allí no había nadie para informar. La puerta del piso estaba abierta y algunos médicos llegaban corriendo con la bata del hospital. El aparato para pasar las tarjetas estaba en la cocina. De modo que los tránsitos apresurados de unos y otros conferían al lugar un aspecto de comicidad encomiable. Era un mundo que puede ser análogo a los universos almodovarianos. En alguna ocasión comentamos que esto parece la peli de "Mujeresal borde de un ataque de nervios”.

Los meses fueron pasando y la situación empeorando. Las gestiones diagnósticas de nuestro médico eran bloqueadas. El estado de Carmen empeoraba. Los  empleados de las ambulancias comenzaron a intimar con nosotros. Acabamos inevitablemente un domingo compartiendo un choto con papas con las familias. Los apoyos se fueron debilitando en la medida que el tiempo transcurría. Su hermana se marchó y las clases me ocupaban varios días a la semana. Nuestra vida cotidiana era sórdida. Los fines de semana estábamos enclaustrados. Nuestra vida estaba suspendida, en estado de espera y gobernada por la lógica de minimizar el dolor y las amenazas.  En este tiempo vivíamos alimentados por las expectativas de diagnóstico. El frío agravó sus piernas y empezaron a aparecer problemas. Creo recordar que tenía déficit de hierro y otras vitaminas.

En el principio de diciembre estábamos en espera del cambio a la seguridad social para que fuera tratada por el servicio de medicina interna del hospital. Una vecina nuestra entrañable, a la que  llamaban ”la chica”, muy vinculada afectivamente a Carmen y que me había apoyado mucho en la etapa del hospital cocinando exquisitas viandas, letales para la diabetes siempre, se encontraba muy malita, con un problema digestivo que conllevó su hospitalización. Carmen se empeñó en visitarla. A pesar de mi oposición me impuso la visita. Una tarde fuimos penosamente en la moto. Al llegar al hospital y acceder a la habitación, empezó a llorar desconsoladamente. Fue un episodio duro en el que descargó todo su sufrimiento interiorizado y acumulado en su larga experiencia en el low cost. La esperanza inmediata de ser ella misma hospitalizada en un verdadero hospital hizo explotar sus sentimientos.

Así llegamos a los puentes de diciembre y las navidades. En estos días empeoró,  volviendo los dolores y multiplicándose los pequeños problemas. Estaba desfondada después de tantos meses  de dolor e incertidumbre. Entonces se generó un vínculo psicológico con el desamparo del verano. Tenía miedo de quedarse desprotegida en las vacaciones navideñas. El temor la invadió y pasamos unas navidades horribles. No quería hacer nada ni ver a nadie. Mi intuición era que la enfermedad se estaba expandiendo. Recuerdo algunos de los fríos días de navidad buscando medicinas en mi moto apresuradamente, pues no quería dejarla sola en este estado.

La tarde de nochebuena, estábamos solos sin ganas de nada, sólo contando los días que faltaban para el tres de enero. Sobre las seis de la tarde sucedió algo imprevisto. Llamaron por teléfono y cuando lo cogí reconocí la voz de su médico internista. Me felicitó y me transmitió su energía diciendo que se acordaba de ella y que estaba pensando en su cuadro. Siguiendo su línea pidió hablar con ella. Para Carmen fue un refuerzo maravilloso.  Es difícil imaginar lo que significó para ella  esa llamada. Este es un hecho que forja una relación sólida de por vida. Estaba tan malita que apenas cenó pero estaba encantada de que su médico se hubiera acordado de ella en esa fecha.

Los siguientes días empeoró. Su situación era parecida a la del quince de agosto. No comió nada desde el 29. Pero no podíamos ir a urgencias. Había que aguantar hasta el tres. Como los refugiados o muchas de las víctimas de la asistencia sanitaria del todo a cien, que sin diagnóstico circulan por las consultas y las rehabilitaciones, en donde se les inculca una esperanza de naturaleza milagrera. Contábamos las horas y atenuábamos el sufrimiento,  seguros de pasar la frontera el día tres, el mítico día tres.

A las nueve de la mañana me encontraba en las oficinas de MUFACE. A las once tenía los papeles después de pasar por la seguridad social. Ella estaba esperando con su gran amiga granadina. Fui a ponerme la insulina y comer. A las dos y media llegamos a Urgencias, completamente saturadas de gentes que habían cerrado el ciclo navideño con excesos multiplicados. Carmen llevaba varios días sin comer. Vomitó dos veces en la sala de espera. Tenía mucho dolor y se encontraba ida. Fueron horas terribles. Yo la acompañaba en su dolor pero celebraba  en mi interior el tener  la célebre “cartilla”, que valía mucho más que su exiguo peso en oro. Este era un oro auténtico, no como el falso oro de la compañía.

A las ocho y media de la tarde llegamos a la novena planta, que íbamos a frecuentar en los años siguientes. La médica de urgencias se quedó impresionada por su estado físico. Al llegar a la  habitación nos encontramos con otras dos enfermas. Una de ellas era Sara, sobre la que escribí un post en este blog, “Sara. Una historia hospitalaria”. La recepción de su familia fue muy buena, como una premonición de nuestro cambio de ciclo. Veinte días después fue diagnosticada y ocurrieron otros acontecimientos que cambiaron el signo del ciclo vital. Fuimos refugiados con suerte. Se volcaron con Carmen con una solidaridad tan intensa que parece increíble en el tiempo presente.

Entonces ocurrió algo mágico que ilustra la fuerza de la mente. Cuando estaba ocupando la cama estaban sirviendo la cena. Cuando le preguntó si iba a cenar le respondí  que no, que llevaba varios días sin comer. Pero Carmen me corrigió y le dijo que sí quería cenar. Se comió una sopa, un trozo de pescado y un yogur. Cuando terminó y me pidió ir al baño las mujeres acompañantes de la gran Sara se hicieron cargo de ella y rechazaron mi colaboración. Los episodios de cuidado épicos de estas mujeres se repitieron en los días siguientes, tejiéndose una relación insólita entre Sara y Carmen.  Una de las cosas entrañables que echo de menos es darle de comer cuando estaba muy malita. Lo hice durante muchos años. Me encantaba verla disfrutar de alguno de los sabores especiales poniendo cara de niña. A ella le gustaba que yo le diera la comida.

Habíamos aterrizado en el sistema público en el que se pudo resolver su problema. Pero la paradoja es que con el paso de los años este se transforma en la dirección del todo a cien.  Imagino que la frontera simbólica se establecerá cuando las autoridades instauren mediante una campaña de comunicación pública, la tarjeta oro. Entonces los refugiados activaremos nuestros viejos miedos. Ya hay algunas señales de eso.


6 comentarios:

  1. Juan, esta saga tiene visos de convertirse, en palabras de la gente moderna, en un "must". Tan válida para conocer los inframundos de la medicina como los del propio ser humano.

    Veo que tu línea argumental se dirige hacia lo que comentamos en el post anterior, la mercantilización de la medicina de verdad hace que cada vez esta se parezca más a la de una asegurada, de capital, pero una aseguradora al fin y al cabo.

    No creo que sea un fenómeno sólo aplicado por gerentes y gobernantes. El colectivo sanitario tiene un papel protagonista en este viraje, como demuestra su pasividad/ignorancia sobre el nuevo cambio-retroceso de modelo sanitario (real decreto mediante) que vuelve a clasificarnos en asegurados y excluidos; la fascinación biomédica-tecnológica o la aceptación de la implementación de una práctica médica robotizada. Y todo ello sin desprenderse del paternalismo rancio que hemos heredado de generaciones anteriores.

    Abrazos!!!

    Jesús

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  2. Gracias Jesús por tu sólido comentario. Estoy de acuerdo con tu interpretación. Solo matizar que es un caso en el que los mundos de la medicina y ese ser humano se fusionan siendo dos caras de la misma realidad. Por eso mis inspiradores son David Simon y Ed Burns, los creadores de The Wire, en los que cuentan una historia de este modo. Me fascinó tanto que pensé en abandonar la sociología, que separa las partes de una realidad.
    Estoy de acuerdo con el papel de los médicos en este proceso de transformación. Pero focalizo el blog en las figuras principales de esta gran reestructuración, como gerentes y similares, que de momento son inocentes ante las miradas de la gente. Pero de acuerdo en que somos colaboradores necesarios. La gestión es una institución cuyo código es convertir a cada uno en un gestor
    Un abrazo

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  3. Resistiremos a la gestión de la vida, los amores (pues ya estamos cansados de ese amor sexuado convertido en objeto-dildo masturbatorio), las relaciones y las compañías, basta de maximizar los beneficios,...

    http://pensamientofuerte.wordpress.com/2014/09/04/taller-asalto-a-la-utopia-xii-congreso-de-historia-contemporanea-madrid-2014-csic-ahc-19-de-septiembre-en-el-edificio-del-csic-madrid-2/

    Saludos Juan,

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  4. Gracias por el comentario tan sintético y completo. Es un compendio de sociología y de filosofía. Sí, basta de maximizar los beneficios en las relaciones.
    ¡qué buena pinta tiene ese taller de asalto a la utopía
    Saludos

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  5. Magistral. Tu descripción de ese submundo aterrador. El cual a mi recuerda a aquella película de culto Matrix ( la primera claro está) en la que Neo se sale de él mismo para verse - en palabras de Morfeo: "el desierto de lo real"-.
    En el que los habitantes de la caverna muestran con grandes artificios basados en las tecnologías del yo, imágenes deformadas de una realidad inexplicable pero presentadas como un auténtico avance en eficiencia y gestión.
    Me da mucha pena todos esos habitantes del mundo de Matrix. Por eso tal y como diría el Filósofo Xavier Zubiri a propósito de la enseñanza en filosofía "Kant se equivicocaba, no se enseña filosofía, sino a filosofar" tu con tus experiencias muchas de ellas desoladoras nos sigues enseñando a hacer sociología.

    Joaquín Córdoba.
    Saludos...

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  6. Gracias Joaquín
    Un tio mio, una persona muy importante en el régimen anterior, me dijo, cuando le dije que iba a estudiar sociología, que "eso es filosofía y a los filósofos deberían ponerles un cuerno en la cabeza para que los chiquillos les tirasen piedras". Al final ha tenido razón y estamos filosofando en el mundo Matrix, que es tan peligroso como el de las piedras.
    Saludos

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