martes, 28 de abril de 2020

LAS CASTAS EXPERTAS Y LAS MEDIDAS DE LA VIDA



La casta es un concepto que no ha dejado de reafirmarse y crecer contra todo pronóstico en los últimos años. Lo más característico de esta época convulsa, es, precisamente, la multiplicación de las castas, que terminan por reapropiarse del estado, el mercado y de los medios. Se puede afirmar que el final del siglo XX, y el siglo XXI en particular, es el tiempo de la expansión de las castas, generando así una sociedad que se puede definir por la centralidad e interdependencia de estas. Todos los espacios institucionales y profesionales son el punto de anclaje de las castas.

Una casta es un grupo cerrado, en la que el acceso se encuentra controlado por los miembros de la misma, y que detenta algún privilegio. Muchas de ellas desempeñan múltiples funciones y adquieren así distintos perfiles. Pero el rasgo esencial de estas, radica en su capacidad para leer selectivamente las realidades, estableciendo una selección rigurosa de contenidos y de valoraciones que cristalizan en un esquema referencial compartido, que actúa a modo de frontera con el exterior. Este atributo las configura como grupos dotados de una visión singular de la realidad, que se manifiesta en una variedad de códigos, preceptos, rituales y lenguajes. Las fronteras que separan  las castas de la sociedad son, principalmente, culturales, que cristalizan en barreras infranqueables.

Las castas existen en un entorno hipermediatizado, en el que los medios de comunicación y las redes sociales configuran el esqueleto de las sociedades postmediáticas. En este universo, las castas acceden a posiciones centrales de este ecosistema de comunicaciones, multiplicando su hipervisibilidad. En este universo, las castas adquieren un estatuto de divinidades, en tanto que sus discursos y rituales son aceptados por los espectadores, aún a pesar de que su baja inteligibilidad. Pero, aún y así, las gentes comunes hacen suyos sus lenguajes y sus rituales. El esoterismo adquiere su máxima intensidad en las sociedades avanzadas de nuestros días, capitaneadas por los nuevos hechiceros investidos como expertos.

Las viejas castas aristocráticas, industriales y financieras siguen existiendo y desempeñando un papel esencial, mediante su reconversión permanente. Pero, en los últimos años, se ha reconfigurado una nueva casta política. Las instituciones parlamentarias y de gobierno han experimentado una mutación muy considerable, configurándose como un campo social dotado de una nueva autonomía. Este ha sido el fundamento de la constitución de una nueva casta política, sustentada en los expertos politólogos y los operadores mediáticos. Estos han puesto en el escaparate toda una serie de saberes sobre las elecciones, los electores, las prácticas parlamentarias y de gobierno y su gestión audiovisual. La política deviene en un mercado político y electoral rigurosamente mediatizado.

La situación sociohistórica actual se puede sintetizar en la ascensión prodigiosa del mercado, que reconfigura todas las instituciones sociales. En lo que se refiere al estado, la nueva situación implica un cambio radical. Gobernar significa monopolizar las relaciones entre el estado y el tejido de instituciones y organizaciones, así como el intercambio con las empresas. La alteración de la función de gobierno implica su reverso, que radica en la desvalorización de la oposición, deprivada de recursos para intercambiar con la red social interorganizativa. El resultado es la revalorización de la victoria en las elecciones, que reporta un locus sobre el que se realizan los trueques múltiples, que conforman el inmenso capital político asociado a esta posición.

El efecto de esta mutación de la forma de gobierno fundamenta el proceso constituyente de la nueva casta política, formada por los propios políticos, los expertos y los periodistas especializados, que instituye la política como una serie sin fin de jugadas con efectos en la audiencia-electorado, con el fin de conservar o ganar el gobierno. La especialización en esa función es exigente, en tanto que el tiempo de acción-respuesta es extremadamente veloz. Así se disuelven las viejas competencias de los políticos, concentradas en la elaboración de programas y conducción de las instituciones. Todo se traduce a un tráfico intenso de imágenes y creación de estados de opinión.

La consecuencia más paradójica de la nueva casta política es que su rigurosa hiperespecialización en el mercado audiovisual electoral, y en las exigencias del tiempo acelerado de este, disminuye sus capacidades en las competencias convencionales de gobierno. Así, estas son delegadas a distintas experticias, que ocupan un papel preeminente. En general, estos colectivos de expertos, constituyen castas específicas. El tiempo del presente es aquél que puede ser definido como el de la circulación de las castas, que se suceden en los atriles de las instituciones y los platós de televisión según la relevancia del asunto para el que son requeridos.

Esta situación de multiplicación y circulación de castas expertas, ha llegado a límites insoportables. Todas las cuestiones son remitidas a los expertos providenciales, que representan el papel de las viejas instituciones religiosas y de hechicerías múltiples. El Covid-19 ha propiciado una situación crítica, en la que su interpretación y respuestas se desplazan a un tipo determinado de expertos. Estos son los epidemiólogos, los salubristas, los especialistas en emergencias y los intensivistas. Las decisiones y las puestas en escena de las autoridades, se hacen invocando y atribuyendo la responsabilidad sin límites a estos expertos providenciales.

El Covid-19 representa una oportunidad formidable para los profesionales salubristas y otros expertos en la gestión de poblaciones. En el contexto de la circulación de las castas, recogen el testigo de un gobierno huérfano de cualquier proyecto que no sea conservar este. Para las demás cuestiones, cede su púlpito mediático a los portadores de evidencia científica. Las últimas semanas han visibilizado la subida a los cielos de Fernando Simón y la epidemiología, que salen de su gueto profesional para ubicarse en la cima del estado mediatizado. Esta posición privilegiada conlleva la divinización como hechicero por parte de los seguidores del gobierno, así como la demonización sin piedad de la famélica oposición, afectada por el síndrome de la insignificancia. Así se cumple el precepto de que todo acontecimiento es inmediatamente traducido a la contienda eterna por el gobierno. Y también explica elocuentemente la baja eficacia, así como el fracaso de las soluciones y las propuestas.

Los epidemiólogos detentan unos saberes y métodos que los equiparan a lo que desde siempre he denominado como las ciencias del censo. Este sería el documento universal que concita todos los saberes sobre la población, que se forja como un constructo totalizador, que porta todos los atributos de lo social. La población deviene en una entidad que es manipulable por parte de las autoridades, que pueden clasificarla según un número de atributos establecidos. En este contexto de divinización de la población, las personas representan fracciones infinitesimales del valor de una acción. Todos somos convertidos en numeradores.

La epidemiología se sustenta en la salud de la población. Su finalidad radica en intervenir de modo que se minimicen los efectos negativos de las enfermedades y se incremente la fracción de la población considerada sana. Todos sus conceptos resultan de operaciones de medición, sobre la que se construyen conceptos, modelos y comparaciones. Lo no medible o cuantificable es excluido integralmente. La vida es reducida drásticamente a la ausencia de enfermedad o control de esta por parte del sistema sanitario. El resultado es que los seres humanos somos reducidos a portadores de atributos sobre los que se interviene mediante automatismos.

En estas condiciones de apocalipsis viral, la epidemiología es utilizada como la herramienta idónea para enderezar una situación que afecta a la población. La intervención sustentada en criterios epidemiológicos entiende la población como un conjunto molecular, desperdigado, volátil, cuyo valor radica en las propiedades del colectivo. Así se construye una perspectiva autoritaria, en la que las medidas adoptadas se imponen coercitivamente en esta forma de gobierno de los cuerpos-molécula y almas mediatizadas. La vida diaria, es reducida a la ejecución de varias funciones que se sobreentienden como automatizadas.

En una situación como esta, en la que el salubrismo epidemiológico se instala en la cúspide del estado, este puede imponer su perspectiva sesgada con respecto a su gran ángulo ciego: la vida diaria. Esta es reducida a varias dimensiones exentas de misterio. Los seres humanos son constituidos como cuerpos portadores de variables y seres ejecutores de pautas homologadas. Pero la vida es otra cosa que se ubica más allá de las funciones vitales. Ciertamente, la vida es exuberante e implica la expansión de los riesgos. Pero ninguna epidemiología de estado puede pilotar las vidas de entidades que trascienden lo biológico y lo automático. El misterio de la vida es precisamente la capacidad de sentir, vibrar, hacer, imaginar, así como otras prácticas que trascienden la racionalización total instituida por los gestores de la salud de las poblaciones.

La llegada de la fase del desescalamiento significa la comparecencia de la vida, ahora sumergida en los domicilios. Las calles son el espacio de múltiples relaciones y prácticas sociales, que parece imposible contar, medir y definir con la precisión de la biología. Así se va a evidenciar el sesgo mayúsculo de las autoridades epidemiológicas, convertidas en una casta experta de estado. Una salida, una hora, un kilómetro, dos metros y medio de distancia…Así, el primer día de salida de los niños fue inevitablemente una explosión festiva, concepto extraño al imaginario profesional de las distintas disciplinas erigidas sobre las sagradas escrituras del censo. Para estos, supongo que festivo significa descansar. El abismo se hace patente, porque la vida no tiene medidas.

No discuto que es menester adecuar la vida a las precauciones imperativas determinadas por la expansión del virus. Pero esto exige otra perspectiva más flexible que sea compatible con la plenitud de vivir, que es otra cosa que satisfacer las necesidades biológicas. En esta, se pueden asumir mejor las limitaciones impuestas por el virus, así como esquivar las impuestas por la perspectiva de los registradores de actos automáticos. Cada uno de nosotros somos algo más que el conjunto de variables mediante las que somos clasificados en paquetes por los gestores de poblaciones. La vida desborda el esquema referencial de cualquier casta, por ilustre que esta sea.

Por esto propongo que el comité de expertos en el que se tiene que referenciar el gobierno para regular el desconfinamiento esté compuesto por poetas, escritores, músicos y gentes de todas las clases de artes. Es innegociable la presencia de Fernando Trueba y Concha Buika, e imprescindible el homenaje a Berlanga y Camarón. 

sábado, 25 de abril de 2020

EL COVID-19 Y LA EXPLOSIÓN PUNITIVA


La pandemia y sus respuestas, pueden ser entendidas desde distintas perspectivas. En este blog, desde su comienzo, he privilegiado la cuestión del salto portentoso en el control social y la miniaturización de la democracia. Todas las entradas desde “El Coronavirus: Panóptico Epidemiológico, Somatocracia mediatizada y Pesadilla del Paciente Cero”, publicada el 4 de marzo, apuntan en esta dirección. La pretensión es compensar las interpretaciones al uso, que lo entienden como un mero problema de salud pública, obviando las distintas dimensiones que lo constituyen como acontecimiento.

Los médicos en particular, salvo pocas excepciones, lo han tratado como una respuesta biomédica a un problema de salud, desentendiéndose de las distintas realidades que lo conforman. Así, se constituyen en un colectivo avalado por su experticia, que tiene la legitimidad para definir los aspectos específicos del tratamiento y sus dispositivos, otorgando a otros expertos el protagonismo compartido en el modelo de respuesta y su conducción. La verdad es que me ha defraudado el posicionamiento acrítico de muchos profesionales sanitarios que se ausentan del campo del tratamiento del coronavirus como fenómeno integral, y, por consiguiente, ineludiblemente político. En el caso de algunos distinguidos médicos críticos, su silencio y distraimiento ha alcanzado niveles verdaderamente patéticos, aún reconociendo la elegancia con la que muchos se toman distancias con realidades críticas y hacen de la indefinición una obra de arte. Lo he visto muchas veces en los largos años del régimen del 78.

Ayer leí un artículo escrito por una profesora de Derecho Penal de la Universidad de Navarra, Paz Francés Lecumberri. Su título es “Expresiones punitivas en la emergencia de la Covid-19”. Está publicado en La Marea. Es un texto que analiza el acontecimiento desde la perspectiva de la respuesta punitiva. Me impresionó su claridad y concisión con la que sintetiza la catástrofe, que junto con sus dimensiones sanitarias, supone una escalada punitiva inquietante. En las ruedas de prensa diarias, junto a los portavoces políticos y epidemiológicos, comparecen varios uniformados pertenecientes a las fuerzas de seguridad, constituyendo el confinamiento como una realidad múltiple, en la que el orden público representa una centralidad incuestionable.

Desde mi punto de vista, la principal aportación de Paz Francés es lo que ella denomina como “naturalización del encierro”, que transforma manifiestamente el concepto de libertad. En estos días se hace manifiesto la pertinencia del concepto de estado de excepción permanente, que enunció, hace ya muchos años, Giorgio Agamben, que hace manifiesto la profunda modificación de los  sistemas jurídicos frente a determinados peligros emergentes. El valor de este texto radica en retomar esta perspectiva ineludible, que en la ínclita sociedad española permanece sumergido.

La perspectiva general derivada de la concepción del confinamiento como una estrategia específica que tiene un final, tras el que se regresa a lo que se define pomposamente como “nueva realidad”, se acompaña de varias cegueras. Mi posición es nítida al respecto: el denominado desescalamiento implica un mayor control sobre las poblaciones, ejecutado concertadamente por los sanitarios y las fuerzas de seguridad y bajo la amenaza de castigos. Esta nueva fase abre un tiempo inquietante de somatocracia autoritaria, cuyo fundamento es la clasificación de las poblaciones, para etiquetar a los portadores de riesgos. Las víctimas de este orden jurídico-sanitario son los enfermos y los mayores, cuyas vidas van a ser sometidas a restricciones y controles inimaginables hoy. 

Por estas razones he decidido publicar el texto de Paz Francés Lecumberri aquí. Lo podéis encontrar en lamarea.com. Un aspecto ineludible que lo revaloriza es que rompe el silencio terrible de la universidad como institución, que aborda esta catástrofe como un material para la producción de sus propios textos rigurosamente internos, cuyo valor reside en ser una de las herramientas para asegurar la competición perversa en la acumulación de méritos de sus profesores-investigadores-súbditos, sometidos a la rigurosa supervisión de las agencias de evaluación. Este artículo trasciende la finalidad de ser “una publicación” inventariable en el paquete de méritos de la autora para su circulación por las rutas acotadas de la academia.
Muchas gracias.


Expresiones punitivas en la emergencia de la COVID-19



Son muchas las dimensiones desde las que se puede analizar esta emergencia de la COVID-19: económicas, culturales, geopolíticas, desde la biopolítica, desde los feminismos… como excelentemente y en tiempo record han hecho, entre otros, Agamben, Butler, Preciado, Galindo (1) o Jiménez Franco. Yo quisiera centrarme exclusivamente en una dimensión muy concreta, en la dimensión de la respuesta punitiva a este acontecimiento y en un lugar específico, el Estado Español, si bien algunas de las reflexiones bien puedan servir para otras realidades territoriales. 
Trataré de exponer cómo, a mi parecer, se relacionan algunas de las decisiones para el abordaje de la emergencia de la COVID-19 con la cuestión del abordaje del delito, de la pena y más ampliamente con la cultura sociopolítica basada prácticamente en exclusiva en lógicas del castigo y sus dispositivos. Creo que pensar la cuestión desde esta perspectiva es fundamental ya que los abordajes a esta emergencia se están dando desde este lugar, es decir, desde las prácticas que ya tenemos como sociedad. Con estas prácticas, con estas herramientas, estos bagajes, son con los que estamos tortuosamente transitándola (Así también Rodríguez Alzueta). La pregunta que me hago es: ¿acaso era/es posible otro modo de afrontar la pandemia al modo en que lo estamos haciendo? Considero que la respuesta es negativa porque las medidas que se han adoptado para afrontar esta crisis –en sus distintas dimensiones– no son casuales. Son simplemente el reflejo y resultado de la sociedad que tenemos. De las prácticas sociales que concurren en la respuesta a la COVID-19 algunas son más evidentes y otras no tanto. 

Nombraré y ejemplificaré aquellas prácticas sociales que se pueden reconducir en sentido amplio a expresiones punitivas y su presencia en la respuesta a esta crisis, apuntando algunas semejanzas o relaciones entre la respuesta a la emergencia y esas lógicas punitivas. En este sentido quisiera mencionar la concurrencia tanto de prácticas punitivas horizontales, es decir, entre miembros iguales de la sociedad basadas fundamentalmente en la cultura de la delación (que se enmarcan en el llamado control social informal) y las verticales o estatales, más claramente enmarcables en prácticas de castigo, abuso y hostigamiento –control social formal–.

La primera expresión que tiene una relación estrecha con el abordaje del delito es el manejo del miedo. El miedo a la pena, a la cárcel, al crimen, a la policía es un elemento fundamental de lo punitivo. De este modo lo punitivo utiliza el miedo en distintas dimensiones. El miedo a la exclusión social de las personas y la posibilidad de ser etiquetadas en la categoría de delincuentes para someterlas a su control. También se usa el miedo al crimen y al criminal y a lo diferente, fomentando en el común de la gente una alarma permanente para justificar el castigo y el control que conlleva. Por último se encuentra el miedo a la pena, la pura retribución, que como teoría preventiva justifica la existencia misma del castigo. En la emergencia de la COVID-19, el miedo está siendo también una parte nuclear al menos en tres dimensiones: el miedo a enfermar, el miedo a ser sancionado y el miedo a ser etiquetado no por delincuente sino por irresponsable. Estos miedos nos llevan a otras expresiones punitivas: el manejo del concepto “del otro”, el lenguaje de la guerra y la exacerbación de las sanciones. Me detendré en ellas. 

El concepto de otredad está siendo manejado de forma muy evidente en esta crisis. Del mismo modo que el estigma recae en el delincuente y desde ahí se establecen las diferencias entre quienes cumplen las leyes y quienes no, entre quienes están presas y quienes están libres, entre víctimas y delincuentes, etc; en esta emergencia el binarismo está extremadamente presente y todos los días acontecemos en los medios de comunicación a todo un elenco de casos que da cuenta de distintos ejemplos de personas incumplidoras e irresponsables. Es más, en las ruedas de prensa diarias de actualización de la situación ‘sanitaria’ el espacio para expresar los datos policiales de personas incumplidoras, sancionadas o detenidas es enorme. Se ofrecen datos específicos sobre actuaciones policiales que dan cuenta en detalle de los números pero también de actuaciones irresponsables atribuyendo en muchos casos características concretas a las personas que desobedecen. En contraposición se hiper elogian los comportamientos ejemplares de la policía y de personas “cooperadoras” con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, estableciendo claras líneas divisorias en los atributos de unas personas y otras.

El lenguaje de guerra, no solo porque son mandos policiales quienes tienen una presencia indiscutible en esta emergencia ‘sanitaria’, sino porque se ha extendido a toda la población, nos lleva también a ciertas semejanzas con los lenguajes político-sociales de abordaje del delito (3) (4). La «guerra contra el virus», «la guerra contra la pandemia», «derrotaremos al virus», «héroes y heroínas de esta batalla» o «ganaremos la batalla al virus» son algunas de las expresiones que emulan las bien extendidas de «guerra contra el crimen», «guerra contra las drogas», «guerra contra el delincuente», «la batalla contra los agresores»…  La puesta en escena militar, en sí mismo el despliegue militar –y por supuesto policial– en todos los municipios como nunca antes se había visto en democracia, hace de esta emergencia una cuestión de orden público de primer orden y como tal se está abordando. Esto es una realidad a la vista de los acontecimientos. 

Frente a los comportamientos «irresponsables», expuestos del modo descrito por los altos mandos de las Fuerzas de Seguridad del Estado y también por  medios de comunicación, la canalización para una indiscutible sanción es perfecta. Se debe decir que las posibles sanciones a imponer por no cumplir con las restricciones del Estado de alarma en España son las más altas de todo Europa y que es el país que, hasta el momento, y con los datos que se conocen, más sanciones –y más duras– ha impuesto de los países de nuestro entorno más cercano. En ningún momento se planteó que pudiera ser posible apelar a la responsabilidad y razonabilidad de las personas en el cumplimiento de las medidas impuestas y que la policía sirviese al interés de que las personas, en caso de salir, fuesen dirigidas a sus casas. Se decretó el estado de alarma y en el Decreto se remitió para la imposición de las correspondientes sanciones a lo dispuesto en las leyes. ¿Qué leyes son esas? Básicamente la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, bien conocida como Ley Mordaza. Desde el principio se escucharon voces advirtiendo que no era automático encajar las conductas de incumplimiento de las medidas de restricción del confinamiento a los supuestos de desobediencia de la Ley de Seguridad Ciudadana y menos todavía a un supuesto de desobediencia del Código Penal. Hace pocos días así lo ha mostrado la propia Abogacía del Estado cuestionando las multas por desobediencia si no hay una advertencia previa del agente y la persona no atiende a la advertencia. Sin embargo, cada día se sancionan a más de 20.000 personas con multas de entre 600 a 30.000 euros y cientos son las detenidas. ¿Nos estamos parando a pensar detenidamente en la gravedad de esta situación?

El Ministerio del Interior, a pesar de las objeciones jurídicas que se suscitan en la aplicación de la Ley de Protección de Seguridad Ciudadana, ha dado instrucciones internas para que se utilice para sancionar a las personas incumplidoras prioritariamente esa ley “ya que es un instrumento ágil”. Esto lo dice el mismo ministro –Fernando Grande-Marlaska– que hace pocos meses anunció que una de las prioridades del Gobierno era derogar la Ley Mordaza. Pero no se trata solo del número de sanciones y personas detenidas, se trata también de los abusos de poder que están ejerciendo las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, del escarnio público al que someten a muchas personas a las que se les para, supuestamente saltándose el confinamiento. Estos hechos han sido algunas veces filmados y por ello conocidos. Casos de violencia extrema de la policía deteniendo a una mujer que corría por su ciudad mientras los vecinos vitorean la hazaña; violencia frente a personas que van en bicicleta; violencia frente a chicas y chicos jóvenes que están en la calle, violencia frente a personas con claros signos de sufrimiento mental… y los casos no son pocos. Por tanto, en esta emergencia, como en el abordaje del delito, también están presentes, las más claras y oscuras prácticas de hostigamiento, tanto por el número de sanciones como por la forma de intervención.

Otra dimensión punitiva que quería mostrar es la práctica del ‘chivato’, la del ‘policía de balcón’, la del ‘vecino’, la de ‘la vieja del visillo’, es decir, las prácticas de delación, cualquiera que sea el nombre que le queramos dar. Estas prácticas que parecían mayormente desterradas de nuestras vidas, están emergiendo de forma importante: personas que llaman a la policía porque hay una persona paseando, porque ha sacado tres veces al perro, porque están unos niños jugando en las zonas comunes del edificio, porque la vecina ha tenido visita de la familia, gritos desde los balcones con insultos a quienes van por la calle o gritos de “vete a tu casa”, “irresponsable”.

Otras se expresan poniendo piquetes en los accesos a pueblos, para blindar el municipio. Estas lógicas punitivas que antes denominaba horizontales, entre iguales, están adquiriendo una relevancia particular en el mantenimiento del miedo, del control, en posibilitar la intervención de mecanismos punitivos formales y lejos de ser expresiones solidarias, como se trata insistentemente de transmitir por los medios de comunicación, no son más que la expresión informal de un ejercicio de autoridad, en este caso de quienes se consideran que tienen la autoridad moral frente a quienes incumplen y la más antigua forma de escarnio público.

Para ir finalizando quisiera terminar con la expresión tal vez más evidente de la relación entre las prácticas punitivas y el abordaje de la crisis: el uso del encierro. Es sorprendente cómo se ha asumido que la solución a la crisis sanitaria sea el encierro, habiéndose dado una normalización nunca antes conocida de la contención y distanciamiento del cuerpo como solución a una emergencia. Es más, estamos ante el desarrollo del autoencierro o autoconfinamiento «por responsabilidad». Así, del mismo modo que la cárcel es comprendida por sus defensores como un mal necesario, también el encierro, la cárcel-casa, es un mal necesario debido al virus. De este modo, el encierro en las casas es entendido como algo irrefutable, incuestionable mientras no haya una alternativa, del mismo modo que la cárcel es irrefutable no teniendo –“por el momento”, se suele decir– alternativas. Sin embargo, ni se puede afirmar que el confinamiento ha funcionado –está funcionando– y mucho menos que la prisión esté siendo la solución a la criminalidad. La naturalización del encierro en el abordaje de esta y futuras pandemias nos llevará –nos está llevando– a una concepción de la libertad que necesariamente se transformará y será transformada.

Ello, pienso que inevitablemente, tendrá una incidencia en la comprensión de la pena privativa de libertad en el largo plazo. Veremos de qué modo. Son distintas las voces que consideran que esta situación puede ser un punto de inflexión para que comience un proceso empático con las personas presas e incluso para que se den transformaciones en la pena privativa de libertad donde se amplíen derechos. Yo no soy tan optimista más allá de que las nuevas tecnologías se introduzcan en las prisiones y/o en nuevas formas de castigo, pues lo carcelario está muy consolidado. No obstante, habrá que intentarlo y aprovechar esta emergencia en ese sentido. Lo que sí se puede decir hoy mismo es que la cárcel y otros espacios de encierro parecen menos irrefutables que ayer (5). En el Estado Español prácticamente se han vaciado los CIE y se han dado excarcelaciones de personas presas, lo que nos pone de frente a la realidad de que se está utilizando el mecanismo de la prisión y en general del encierro (6), más de lo que tal vez sea necesario, es decir: hay opciones de excarcelación y de semilibertad en casos donde, hasta hace pocas semanas, no se veían. Es cierto que el Estado Español ha excarcelado a pocas personas presas, lo cual está siendo denunciado por colectivos sociales. Sin embargo, en todo el mundo, se están dando excarcelaciones masivas sin objeciones porque es la recomendación dada por la OMS y el Consejo de Europa.

Para concluir, quisiera nombrar la importancia de los medios de comunicación en la transmisión de todas estas lógicas sociopolíticas, en la deformación de la legalidad y en la exacerbación del autoritarismo y la mano dura: exactamente igual que frente al delito. 

Como decía al inicio del texto, estamos transitando esta emergencia con las prácticas que tenemos como sociedad y algunas de ellas están tristemente emergiendo con una gran clarividencia. Con todo lo anterior, aceptar y naturalizar la práctica del aislamiento como medida-solución, aceptar y naturalizar la suspensión de derechos fundamentales en nombre de la emergencia y aceptar y naturalizar la ocupación del espacio público por la policía no es un buen síntoma y debe ser revisado siempre. Por supuesto, no se trata –no es lo que se está tratando de decir aquí– de irracionalmente considerar que no hay que tomar medidas ante una situación de pandemia. En lo que se insiste es en evidenciar algunos de los elementos de por qué no se ha respondido de otro modo a la pandemia, en repensar las medidas adoptadas y sus consecuencias cuando queda implicada la afectación de derechos básicos. Hemos cedido sin apenas preguntar y desde el miedo prácticamente todos nuestros derechos fundamentales. ¿Dónde están los límites? ¿Hasta dónde estamos dispuestas a renunciar? Evidenciarlo nos puede permitir pensar en cambiar otras formas de abordaje de emergencias en el futuro –porque vendrán– y esto es siempre rico y necesario y no una “irresponsabilidad”.

 Sin embargo, me temo que más bien al contrario, esta circunstancia se está aprovechando para componer consensos amplios que refuercen precisamente estas lógicas, sentando las bases con las respuestas de hoy, para todas aquellas que puedan venir mañana y peor todavía que esas lógicas y prácticas se sigan perpetuando en el resto de espacios y de toma de otras decisiones, siempre permeables al concepto del castigo y todo lo que a él es inherente.

Paz Francés Lecumberri es profesora contratada doctora (interina) de Derecho Penal en la Universidad Pública de Navarra y miembro de Salhaketa Nafarroa.

(1) Una compilación de artículos publicados por estos autores y otros, sin perjuicio de otras publicaciones que han hecho después se puede encontrar en el trabajo colectivo Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, Ed. ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), 2020.
(2) Rodríguez Alzueta, Esteban: Delación social y policiamiento de la cuarentena, en el seminario virtual Pensar la crisis. El Estado y la comunidad frente a las emergencias, organizado por la Asociación pensamiento penal.
(3) Diego Zysman Quirós en el seminario virtual Pensar la cárcel después de la pandemia, organizado por la Asociación pensamiento penal, 14 de abril 2020.
(4) Santiago López Petit en El coronavirus como declaración de Guerra, en: Sopa de Wuhan, Ed. ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), 2020, p. 55.
(5) Brandariz, José Ángel, en el seminario virtual Pensar la cárcel después de la pandemia, Organizado por la Asociación pensamiento penal, 14 de abril 2020.
(6) Sobre los CIE y su vaciamiento y su impacto futuro se expresa Ana Ballesteros Pena en el seminario virtual Pensar la cárcel después de la pandemia, Organizado por la Asociación pensamiento penal, 14 de abril 2020.




martes, 21 de abril de 2020

SOCIOLOGÍA CRÍTICA DEL CONFINAMIENTO. BOSQUEJO SOCIOLÓGICO DE LAS CALLES VACÍAS


Según van pasando los días me voy acostumbrando a la estampa cotidiana de las calles vacías y ocupadas por las fuerzas de seguridad, que conminan a los escasos viandantes a justificar la razón de su salida. No puedo evitar mi recuerdo de los autoritarismos de mis primeros años, en los que la policía desalojaba las calles y dispersaba a los concentrados. Ahora rememoro mi condición de sujeto desalojable. Pero lo peor estriba en que la gente ya ha internalizado el miedo, requiriendo la distancia de seguridad y generando prácticas de habitar la calle que se organizan en torno a una nueva definición del extraño. El otro desconocido puede  pertenecer a la categoría demonizada de la fantasmática humanidad de infectados asintomáticos. El recelo crece por días hasta umbrales no imaginables pocas fechas atrás.

El desalojo de la calle por el poder somatocrático y sus fuerzas de seguridad se funda en una falacia coercitiva. Desde las pantallas de televisión se repite incesantemente el lema de “Quédate en casa”. En todas partes se formula esta petición en forma amable. Entiendo que es una falacia porque no queda otra alternativa. Si no obedezco soy interceptado y multado inmisericordemente por los agentes de la autoridad respaldados por los pobladores de los balcones-garita que actúan como denunciantes. Esta recomendación es, en realidad, rigurosamente obligatoria. No hay otra opción. Me molesta mucho que se solicite mi obediencia alegre, simulando que es una cosa mía.
No, si fuera por mí daría largos paseos entre los árboles, disfrutando mucho de las luces y los sonidos de los pájaros, en la convicción de que no contagio ni soy contagiado en esta fantástica situación. Estoy persuadido de que el confinamiento tiene efectos negativos para todas mis saludes.  Me están robando una primavera, que a mi edad es mucho hurto. Por esta razón, este autoritarismo risueño activa mi memoria y me conduce a mi infancia, en la que algunas organizaciones religiosas, así como estatales,  apelaban a esa dicha inducida por los sacerdotes-pastores, que nos requerían para responder con alegría a las vicisitudes de aquél encierro, en el que lo verdaderamente recluido era mi cuerpo. En muchas ocasiones escuché la frase de “quiero gente alegre”.

El estado de alerta supone una ruptura que ha sido anticipada por la virtualización creciente de parte de la población. En los últimos años, la gran mayoría de los caminantes se encontraban recluidos en su mundo virtual, y desconectados del entorno inmediato. La pugna entre los entornos se resolvía contundentemente a favor del entorno accesible mediante las máquinas portátiles de comunicación, que alcanzaban un estatuto sagrado, siendo adoradas por los ocupantes de los cuerpos desconectados entre sí, en un sistema en el que el tacto había perdido todas las oportunidades. Ahora se consuma la virtualización total como única posibilidad de cultivar relaciones. Los cuerpos sospechosos se cruzan retomando continuamente las distancias y los silencios, rehuyendo incluso las miradas. La distopía móvil, en la que los cuerpos se desvanecen, se ha consumado en esta serie de cuarentenas renovables.

Las calles vaciadas son espacios patrullados en los que cada cual cancela sus sentidos corporales. Cada trayectoria es supervisada desde las nuevas murallas de la ciudad, formada por un continuo de balcones-garitas. El encierro acrecienta los temores colectivos de la peste portada por los extraños. Esta es la base fisiológica de la incubación de veneno social. Este se expande por la acción incesante de las pantallas. La sala de estar reelabora esta ponzoña mediante conversaciones en las que cada cual desata la imaginación y vierte sus pesadillas mediatizadas. El final de esta cadena de acumulación de tóxicos es el balcón, devenido en espacio mágico para verter los venenos compartidos. Allí se visualizan cuerpos en tránsito portadores de la sospecha de ser incumplidores. El reverso de la expulsión del excedente de toxinas imaginarias son los aplausos, que significan una conjura contra el desamparo y una oportunidad para vigilar las garitas próximas.

He visto alguno de los programas de Ana Rosa, que en su segunda parte pone videos de incumplidores y donde los tertulianos proporcionan los condimentos de los venenos, que tratados en las casas terminan en los balcones. Desde siempre me ha llamado poderosamente la atención los portes personales  de los distintos expertos en seguridad de todas las cadenas. Periodistas cultivados en el morbo de las tragedias, presentadores curtidos en el misterio del mal, policías especializados en formatos mediáticos, gentes del mercado de la seguridad, y, sobre todo psicólogos y psiquiatras que me remiten imaginariamente a la santa inquisición, que desapareció dejando la herencia de sus supuestos, métodos y escenificaciones. Todos ellos concurren en torno a la idea de que el mal está ahí mismo, y que es menester estar alerta para descubrirlo y extirparlo.

Los medios se engrandecen mediante la explotación del miedo y la inseguridad, contribuyendo así a una estrategia de disuasión civil. Es curioso que en los grandes acontecimientos vinculados a la seguridad, los medios generan unos climas emocionales en los que es imposible la pluralidad. Desmarcarse de este climax tórrido es quimérico. Siempre me he sentido a disgusto cuando vivo un acontecimiento mediante el que soy convocado a alinearme sin matices. En esta ocasión, la presión del conglomerado mediático es insoportable. Supone el principio de la espiral que termina en los balcones representando el espectáculo de la unanimidad.

Pero lo más novedoso de las calles desalojadas es la alteración de su ecosistema, en cuanto que cambian los colectivos que las habitan transitoriamente. El aspecto principal es la mutación de la mendicidad. Los mendigos convencionales, arraigados en las puertas de los supermercados, han desaparecido súbitamente desde el primer día. Su vulnerabilidad ante las patrullas de la policía  -ahora superempoderadas- les ha obligado a relegarse a sus habitáculos en la ciudad sumergida. Son una de las víctimas más manifiestas del estado de alerta. Entre ellos había algunos extranjeros, condición que tiene un efecto multiplicador de su estigma. Pero alguno de los locales resistió algunos días, siendo increpado por los temerosos compradores en la convicción de que sus condiciones sociales lo determinaban como un agente infeccioso. En un supermercado asistí a protestas subidas de tono ante los empleados, que lamentaban no poder hacer nada, en tanto que estaba en la calle, fuera de su jurisdicción. Finalmente, el último mohicano desapareció en lo que hoy es más que nunca, la jungla de asfalto.

En la última semana, empiezan a comparecer en la calle personas portadoras de los atributos y las marcas de la nueva pobreza, determinada por el colapso del sistema productivo que acompaña al apocalipsis viral. Se trata de distintas personas que pupulan en los espacios formados por los ángulos ciegos de los patrulleros y vigilantes de las garitas, solicitando una ayuda ante su situación imposible. He tenido cuatro encuentros que me han conmovido profundamente. Estas gentes se van a multiplicar según se vaya produciendo lo que los gestores somatocráticos de poblaciones llaman “la desescalada” del confinamiento. Se trata de distintos tipos de personas ubicadas en actividades económicas determinadas por la baja productividad, que el cese temporal del estado de alerta ha significado su certificado de muerte definitivo. También de actividades de lo que se entiende como economía informal o mercado de trabajo coaccionado. Volveré a esta cuestión.

El primer acontecimiento que he presenciado en un supermercado asentado en una zona de clase media acomodada. Cumpliendo estrictamente las instrucciones emanadas del dispositivo epidemiológico-policial, nos encontrábamos alineados en una fila en espera de turno para entrar. La fila es la configuración espacial propia de las organizaciones disciplinarias. Siempre que he accedido como analista a un fenómeno social u organización, he priorizado las formas de contigüidad y alineamiento de los cuerpos. Cuando esta era filas y columnas, ya estaba delimitada toda la observación en torno a este dato esencial. En esta nueva fila, cada persona vigilaba procelosamente que la distancia con el extraño anterior y el sospechoso posterior fuera la adecuada. En la puerta se encontraba un chico joven, bien vestido, enmascarado y portador de buenos modales. Supongo que era una persona que se ha quedado atrapada por la congelación de la movilidad y se encuentra en una situación crítica.

Cuando entraban las primeras personas y se renovaba la fila, saludaba y solicitaba una ayuda, aludiendo a su difícil situación. Hablaba muy bien, con un tono de voz adecuado y guardando una distancia prudencial, en tanto que no acosaba a los ocupantes de la fila. Sus palabras eran austeras y respetuosas. Entonces, un señor con un porte elegante, le dijo en un tono fuerte “Toma una moneda pero no te acerques, que hay que mantener la distancia”. Les separaba una distancia de más de dos metros. Le tiró la moneda, de modo que el chico tuvo que emular a Ter Stegen y cogerla al vuelo. Lo consiguió, pero en el caso de que hubiera caído y rodado, el beneficiario tendría que haberla seguido por los suelos. No sé bien cómo expresarlo, pero lo viví como una humillación superlativa, como un acto premonitorio del tiempo de postconfinamiento.

Otro episodio fue un encuentro cara a cara con un hombre joven. Iba bien vestido y manifestaba buena educación. Me paró y me solicitó que le ayudase porque se encontraba en una situación desesperada. Me pidió que le comprase comida o le diese algún dinero. Lo hizo sobria y prudencialmente. Pero lo peor era como acusaba el dolor contenido por su situación. Los mendigos tradicionales han metabolizado el dolor y su subjetividad se ha adecuado a su tragedia personal permanente. Pero este hombre, expresaba un dolor indescriptible y una vergüenza mayúscula, correspondiente a un novel. Tuvimos una conversación corta en la que me dijo que no descartaba encontrar en este barrio alguna persona que lo ayudase generosamente. Su condición de neófito de la dádiva le alejaba del modelo de “moneda a moneda” de los habituales. Desde entonces me he desconectado totalmente de la televisión, porque cada vez que veo a sus muñecos triunfalistas y simplones, con sus retóricas vacías, me vienen a la cabeza los encuentros con los nuevos pobres y sus dolores demoledores.

Pero el encuentro que más impacto ha causado en mi persona fue con una mujer latinoamericana de mediana edad. Su historia registra las marcas de la época con una nitidez prístina. Un matrimonio siendo casi niña, violencias múltiples y desventajas sociales terminaron por desplazarla a la metrópolis madrileña. Tres años cuidando a un anciano seis días y medio a la semana. Tras la muerte de este varias casas cuidando esporádicamente niños y viejos. En todas terminó tras dramáticos “cara a cara”. Lo peor de la historia es ser despedida tras un tiempo en el que la relación con los niños había generado afecto mutuo. Así se va consolidando su espiral de dolor. El confinamiento le deja confinada en una habitación en una casa donde convive con distintas personas en un clima pésimo. Y sin ningún recurso, ninguno. Su aflicción la empujaba a la calle en busca de un milagro que aliviase su situación. Esta persona era consciente de que su estatuto social era exterior a cualquier grupo de interés, pertenecía a la nada, a un espectro que no comparece en los discursos políticos, mediáticos o sindicales. Su dolor sobrio, profundo y contenido me impresionó mucho.

Volveré a las calles vacías, en las que, tras su aparente ausencia de vida, se encuentran pobladas por distintos fantasmas que las recorren y habitan, a veces abiertos, y ocultándose en otras ocasiones. Para tan poca densidad de cuerpos circulantes, demasiadas tragedias que trascienden lo individual.



miércoles, 15 de abril de 2020

PEQUEÑO MANIFIESTO EN TIEMPOS DE PANDEMIA. COLECTIVO MALGRÉ TOUT (A PESAR DE TODO)




Publicada en 11 abril 2020

Este pequeño manifiesto es muy grande en términos de inteligencia crítica. En una situación de emergencia, se pone de manifiesto la miseria de la inteligencia oficial. Los pensadores de guardia y los científicos sociales ubicados en las instituciones políticas y mediáticas que conforman el poder, muestran impúdicamente las carencias para interpretar la situación. Estas son delegadas en los medios de comunicación, los operadores políticos centrados en la redistribución del poder electoral, y en la devenida casta sacerdotal de expertos en virología, epidemiología y medina de urgencias y emergencias. El orden comunicativo resultante contribuye a la desolación, en tanto que se presenta haciendo gala de su ininteligibilidad. El mensaje subyacente es el de “dejarnos conduciros”.

En este contexto, este manifiesto contribuye justamente a lo contrario, a hacer inteligible la catástrofe, situándola en su campo histórico específico. La estrategia de los poderes se concentra en una lucha feroz por conseguir la posición de “mariscal triunfante” en lo que se entiende como salida a la catástrofe. Se entiende que los aturdidos, anonadados, mediatizados y encerrados súbditos, tras su larga experiencia de confinamiento y distancia social, se presten a aclamar al guía providencial y su casta de expertos, transigiendo con sus soluciones, que significan el mantenimiento del orden social que precisamente ha generado la catástrofe.

Según me hago mayor en un país como España, cada vez estimo más la lucidez. Por eso recomiendo este texto, que estimula a pensar la situación desde la distancia que otorga su consideración global, de social-histórico que diría Castoriadis. Estoy persuadido de que su lectura puede contribuir a una desintoxicación experta y mediática, recuperando la capacidad de comprender, inteligir y decir, que solo se puede producir desde la autonomía personal. Me parece tan sugerente, que ha activado mi gen autoritario de maestro. Ha sido inevitable pasar lista de personas que tienen imperativamente que leerlo.

Muchas gracias a los autores y buena lectura
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En nombre del Colectivo Malgré Tout (“A pesar de todo”) proponemos este breve Manifiesto, con cinco puntos de reflexión e hipótesis prácticas, para compartir con todos aquellos y aquellas interesados. Esperamos que sea una contribución útil al pensamiento y a la acción en medio de la oscuridad de la complejidad.

1.     El retorno del cuerpo

 En los últimos cuarenta años,  hemos asistido al triunfo y al dominio absoluto del sistema neoliberal en cada rincón del planeta. Entre las diversas tendencias que atraviesan este tipo de sistema, hay una en particular que pareciera constituir la forma mentis de la época: la que considera a los cuerpos como un ruido de fondo del sistema. Los cuerpos reales son ‘pesados’, y demasiado opacos, deseantes y vitales, y por eso mismo, escapan a las lógicas lineales previsibles. Desde siempre, el objetivo perseguido por las políticas y las proprias prácticas neoliberales consisten en volver a desterritorializar esos cuerpos. Volverlos indeterminados, una materia prima manipulable, un ‘capital humano’ utilizable según lo precisen los circuitos del mercado. Se les exige que sean disciplinados, movidos sin criterio, flexibles, deben estar siempre listos para poder adaptarse (esa frase, adaptarse, es el letimotiv de nuestra época) a las necesidades determinadas por la estructura macro-económica. En su abstracción extrema, los cuerpos de los indocumentados, de los desempleados, de los que no son “como se debe”, de los ahogados en el Mediterráneo o los de los centros de detención, sólo son números: indiferenciados, sin valor, sin coroporeidad y por ello, sin humanidad.

En el ámbito científico-técnico esta tendencia aparece bajo el paraguas de “todo es posible” y niegan que haya límites biológicos o culturales al deseo patológico de desregulación orgánica. Se trata de avanzar en mecanismos que aumenten lo vivo, la posibilidad de vivir mil años ¡devenir inmortales! No es otra cosa que la voluntad de producir una vida post-orgánica en la que puedan dejarse atrás las molestias de los cuerpos, por naturaleza demasiado imperfectos y frágiles. La aceleración catastrófica del Antropoceno en estos últimos treinta años dan testimonio de los efectos funestos de este “todo es posible” tecnicista, que no solo ignora sino que arrasa con las  singularidades profundas de los procesos orgánicos.

Es en este mundo, convencido de poder arrasar con los límites propios de lo viviente, que ha surgido la pandemia. De una forma catastrófica y bajo los efectos de la amenaza, súbitamente tomamos conciencia de que los cuerpos, están de regreso.Y de un día para otro son el primerísimo sujeto de la situación, y de las políticas que se llevan a cabo. Los cuerpos hacen que los recordemos, y en ese regreso pareciera abrirse una nueva ventana a través de la cual podemos entrever múltiples posibilidades de acción.

En primer lugar, nos permiten constatar que el poder puede, cuando quiere, desplegar las políticas necesarias para la protección y la salvaguarda de la vida. ¡El Rey está desnudo! En medio de su estupor, los líderes de las finanzas mundiales han comprendido que la economía, su monstruo sagrado, finalmente no podía prescindir de esclavos vivos para funcionar.

Tras haber intentado persuadirnos de que la única “realidad” seria en el mundo era la determinada por las exigencias económicas, los gobernantes de (casi) todo el planeta demostraron que es posible actuar de otro modo, incluso si fuera necesario un quiebre de la economía mundial.

Es como una confesión de parte de quienes categóricamente venían sosteniendo que todas las políticas (sociales, ambientales, sanitarias…) debían forzosamente acompasarse con el “realismo económico”, erigido en un dios totalitario al cual era imposible desobedecer.

Sin embargo, una ficción no debe suceder a otra. En este sentido, a la ficción neoliberal que afirma que una sociedad está compuesta de individuos serializados y autónomos, se la sustituyó en estos días por otra ficción, que se resume en la noble frase de que “todos estamos en el mismo barco”.

Lejos de criticar esta invitación a la solidaridad, sería un error creer que el carácter colectivo de la amenaza (el virus) puede por arte de magia eliminar las disparidades entre los cuerpos. La clase social, el género, la dominación económica, la violencia militar o la opresión patriarcal son varias de las realidades que sitúan nuestros cuerpos de manera diferente. Por lo tanto, no nos dejemos llevar por este romanticismo de confinamiento que pretende, al son del clarín, hacernos olvidar estas diferencias.

2.     La emergencia de una imagen compartida

Todos vivimos bajo la sombra de una amenaza mayúscula y generalizada: la de una desregulación ecológica global con efectos masivos, esto es: calentamiento climático, destrucción de la biodiversidad, contaminación del aire y de los océanos, agotamiento de los recursos naturales, que abarcan al conjunto de lo viviente y de las sociedades humanas. Sin duda hoy hay una mayoría de personas que están afectadas por ello y perciben (en el sentido neurofisiológico) esta realidad.

Ocurre que para la mayor parte del planeta, esto transcurre como si la catástrofe, anunciada no para mañana sino para hoy, no hubiera estado identificada como algo concreto e inmediato, sino que estuviera en un plano difuso y no vivido directamente. Estaríamos, digamos, inmersos en la amenaza. Esa es nuestra atmósfera, y, en consecuencia, no llegamos a producir un conocimiento de las causas que nos permita formarnos una imagen concreta del peligro que desencadenan nuestras acciones. A diario recibimos noticias del desastre, pero la información esa, en vez de provocarnos una acción, nos lleva a la impotencia y a sufrir. ¿Quién, entonces, está actuando realmente en este contexto? A nuestro entender, los que participan en la investigación de las causas: las víctimas, los científicos, los que lanzan la voz de alerta…Dicho de otro modo, quienes están involucrados en poner a la vista una representación clara del objeto. Ante las amenazas concientes pero vistas como abstracciones, quedamos paralizados por la angustia. Y a la inversa, ante una causa identificada, sentimos miedo. Ese miedo, al contrario de la  angustia sin causa, nos empuja a la acción.
Para comprender mejor este punto, es útil referirse a la distinción propuesta por el filósofo alemán Leibniz, y retomada por la neurofisiología, 
entre percepción y apercepción. El ser humano al igual que el conjunto de los organismos vivos, está en constante interacción material con el ambiente. La percepción es la que registra este primer nivel, constituido por el conjunto de acoplamientos perceptivos que el organismo establece con su entorno físico-químico, y energético.

Para ilustrar este mecanismo, Leibniz da el ejemplo de cómo apercibimos el ruido de una ola. Explica que tenemos una percepción infinitesimal de millones de gotitas de agua que afectan el nervio auditivo sin que podamos apercibir el ruido de cada una de las gotas de agua. Solo en un segundo nivel, en la dimensión de los cuerpos organizados, podemos construir la imagen sonora de una ola. Esto significa que solo una pequeña parte de lo que percibimos del sustrato material deviene una apercepción, para luego participar en los fenómenos de la conciencia.

El punto central es, entonces, comprender cuándo y por qué emerge una apercepción. Esta, en un principio, está determinada por el organismo que la apercibe: un mamífero y un insecto evidentemente no producirán la misma imagen aperceptiva que una ola. En el caso de los animales sociales y en particular los humanos, la apercepción está también condicionada por la cultura y por los instrumentos técnicos con los que éstos interactúan. Al contrario de lo que sucede con ciertos mamíferos, los humanos no aperciben las frecuencias sonoras sin articular su sistema aperceptivo con máquinas que les permiten hacer emerger una nueva dimensión aperceptiva. Por otro lado, si el nivel aperceptivo participa en la singularidad que refiere a la unidad orgánica, no hay razón para considerarla como propia de un individuo o el resultado de una subjetividad individual. Una singularidad puede estar compuesta por un grupo de individuos, e incluso de naturaleza muy diversa (animal, vegetal y hasta un ecosistema) que participa en la producción de una superficie aperceptiva común. Lejos de ser un ‘super-organismo’ que existiría en sí, esta dimensión existe de forma distributiva entre los cuerpos que son capturados por ella, y es así que cada cuerpo individual resulta afectado. Los cuerpos participan en la creación de esta dimensión aperceptiva común, la que a su vez influencia y estructura los cuerpos. Cotidianamente, esta dimensión se manifiesta bajo la forma de lo que por costumbre llamamos ‘sentido común’, que actúa socialmente como una instancia concreta de sentido compartido.

Estamos asistiendo a un acontecimiento histórico e inédito: por primera vez toda la humanidad produce una imagen de la amenaza. Esta imagen no se reduce a un conocimiento científico de los hechos que condujeron a la aparición del virus. Lo que está profundamente en juego es la emergencia de una experiencia compartida de la fragilidad de los sistemas ecológicos, que hasta ahora habían negado y que fueron arrasados por los intereses macro-económicos del neoliberalismo.

La particularidad de esta apercepción común se debe al marco en el que emerge. Paradójicamente, no es el peligro intrínseco de la pandemia el que la impulsa, sino más bien el dispositivo disciplinario que la acompaña. Y es este dispositivo el que nos instala en una nueva dimensión.

No podemos comprender lo que ocurre si evaluamos el tema desde su dimensión sanitaria. Este es el escollo que lleva a que algunos se lancen a hacer peligrosos cálculos macabros para responder al carácter inédito de la crisis, y compararla con otros flagelos. Ante esta nueva situación, nosotros vemos emerger dos interpretaciones opuestas.

Por un lado quienes sostienen que se trata de un hecho muy grave para el que hay que encontrar una solución, entendiendo por solución una vacuna o un medicamento. Al entender la crisis desde esta perspectiva, obviamente no se cuestiona el paradigma de pensamiento y de actuar  dominante.

Del otro lado, hay otra interpretación a la que adherimos e intentamos contribuir, que consiste en ver en esta ruptura un hecho concreto que pone en cuestión de forma irreversible la ideología productivista y hasta la hegemonía. El coronavirus, para nosotros, es el nombre de este punto crítico que marca al mismo tiempo -al menos eso esperamos -, un punto de no retorno a partir del cual nuestra relación con el mundo, y el lugar del ser humano dentro de los ecosistemas, debe ser profundamente puesto en debate.

3.     Una experiencia del común

En el horror que estamos viviendo, si hacemos el esfuerzo de no renunciar a pensar, comprobaremos que hay una sola cosa que podemos experimentar positivamente en esta crisis: la realidad de los lazos que nos constituyen. Pero esto también hay que preservarlo de una mirada inocente. No somos todos iguales frente a nuestra interioridad. Y dado que el frenesí de la vida cotidiana no permite auto-evitarnos, algunos de nosotros nos damos cuenta del hecho de tener una pésima relación consigo mismo, y con el entorno inmediato. En un circuito cerrado, el verdadero infierno, a menudo, es uno mismo. Un odio de sí que termina por transformarse en un infierno para los demás.

En nuestra vida de confinamiento, tomamos conciencia de que somos seres territorializados, incapaces de vivir exclusivamente de manera virtual, dejando a un costado cualquier elemento de la corporeidad. Millones de individuos experimentan en sus cuerpos que la vida no es una cosa estrictamente personal. Las tan mentadas virtudes del mundo de la comunicación y de sus instrumentos muestran en plenitud su impotencia para hacernos salir de nuestro aislamiento. En el mejor de los casos, nos entretienen con la ilusión de reunir a los separados, como separados.

En medio de la crisis, de algo tenemos certeza: nadie se salva solo. Lo que están experimentando nuestros contemporáneos, para bien o para mal, es la fragilidad de los lazos que nos constituyen y que nos obligan a ir más allá de las ilusiones del individuo autónomo y serializado. O sea, que estamos entendiendo que no se trata de ser fuertes o débiles, loosers winners, sino que existimos, todas y todos, en la forma de esta fragilidad que nos permite sentir y probar nuestra pertenencia al común. Nuestra vida individual y la vida social son dos lados de una misma moneda. Obligados al aislamiento, nos damos cuenta de estar atravesados por múltiples lazos y de no corresponder de modo alguno al diseño thatcheriano según el cual “la sociedad no existe. Todo lo que existe son individuos”.

En realidad, lo que nos permite actuar en esta situación es el propio deseo del cómún, el deseo de la vida, no la amenaza. En este movimiento de la balanza, nuestros puntos de vista habituales se invierten: no se trata todo de mí y de mi vida individual. Lo que cuenta en este momento, es en qué está inserta la vida, ese tejido a través del cual adquiere su sentido. En este momento en que los lazos se reducen a la pura virtualidad comunicacional, nos parece crucial pensar los límites de esta abstracción. Pensar en lo que no es posible experimentar vía Skype ni por ninguna red social. En síntesis, cuál es, en el fondo, la singularidad propia de nuestros cuerpos, y de sus experiencias.

4.     Contra el biopoder

La ventana que se ha abierto, sin embargo, no apunta solo hacia nuevas posibilidades de actuar de manera positiva. La experiencia que estamos viviendo ofrece al biopoder en acción un ejemplo sin precedentes: asistimos a la posibilidad de disciplinar países enteros, continentes enteros, y a la vez mostrando, con mucha frecuencia, el propio deseo de las personas de hacerse disciplinar cuando le agitan la bandera de la superviviencia.

Reconocemos que tiene algo de tragicómico constatar que la geolocalización de los individuos supone que éstos no registran la idea espantosa y perversa que es dejar su smartphone en la mesa de luz. La servidumbre voluntaria es mayúscula cuando la pulsera electrónica que se coloca a un preso deviene en un teléfono móvil comprado con total cariño. Esta experiencia inédita de control social podría servir, entonces, para ser repetida. Imaginamos que a futuro, no será difícil encontrar nuevas amenazas o nuevas emergencias para justificar semejantes  prácticas de control.

En este contexto, la cuestión de si estamos o no en guerra contra el virus no es un asunto meramente retórico. En primer lugar porque tiene implicancias jurídicas concretas, y luego porque nos señala el modo en que esta crisis puede dar lugar a prácticas autoritarias perdurables. No estamos en guerra. Esa visión viril y conquistadora es parte del problema. Sufrimos las consecuencias de un régimen económico y social aberrante y mortífero. Seamos cautelosos con estos discursos marciales y donde baten los tambores que siempre preceden a convocar a sacrificios al pueblo. Nuestro objetivo no es ganar una batalla sino asumir la fragilidad del mundo y un cambio radical en la manera de habitarlo.

De otro modo, una vez que la pandemia termine, el poder no dudará -con todos sus énfasis de mariscal victorioso -, en enrolar a la población detrás de la causa patrótica económica. Y nos dirá que ahora no es el momento de pensar o de protestar a favor de los grandes cambios socio-estructurales (sin ir más lejos, una mejora de los sistemas públicos de salud). Cualquier demanda de justicia social pasará por una traición a la patria porque estaremos en el momento de abocarnos a la tarea sagrada: reencaminar la economía y el crecimiento.

La historia oficial nos dirá, primero, que hemos vencido, enfrentado y vencido un accidente desgraciado e imprevisible. Nos explicará, a continuación, que hay que redoblar los esfuerzos para vencer la resistencia de la naturaleza a todo el poderío humano. O sea que, de forma irresponsable llamarán ‘accidente’ imprevisible a lo que en realidad los biólogos y epidemiólogos vienen anticipando hace 25 años. Entre los múltiples vectores que están en el origen de enfermedades emergentes y re-emergentes, sabemos que la destrucción de los mecanismos de regulación metabólica de los ecosistemas, notablemente ligada a la deforestación, juega un rol fundamental. Además, la urbanización salvaje y la presión constante de las actividades humanas sobre los entornos naturales favorcen situaciaciones de promiscuidad inédita entre las especies.

Sea cual fuere la reacción de los gobernantes, una cosa es segura: hay una nueva dimensión aperceptiva, o sea, una nueva imagen del desastre ecológico que está a la vista y se ha incorporado al sentido común. El dispositivo según el cual el humano era el sujeto que debía erigirse en el dominador y propietario de la naturaleza se muestra en su rostro más pesadillezco.

5.     Pensar y actuar en la situación actual

Como escribió Proust, “los hechos nunca penetran el mundo donde viven nuestras creencias”. No existen los hechos ‘neutros’ que expresan un significado en sí. Todo hecho existe solo en un conjunto interpretativo que le da un sentido y una validez.
La ciencia se ocupa de los hechos, pero al mismo tiempo construye su propia narrativa, su interpretación. Al contrario de lo que pretende el cientificismo, la actividad científica no consiste en producir simples agregaciones de hechos desnudos. La narración que afirma que la ciencia ordena los hechos surge de una interacción con las otras dimensiones que son, entre otras, el arte, las luchas sociales, el imaginario afectivo, y más globalmente la experiencia vivida. Diversas dimensiones que participan de la producción del sentido común.

Frente a la complejidad del mundo, la tentación reaccionaria nos invita a delegar nuestra potencia de acción en los tecnócratas, cuando no directamente en las máquinas algorítmicas. En esta visión oligárquica, los que saben son los científicos y los políticos, y el pueblo obedece. Pero hay una relación conflictiva mucho más profunda entre el pensamiento crítico y el sentido común a la que no podemos oponernos. El rol del pensamiento estructurado no es el de ordenar y disciplinar el sentido común, sino más bien agregar dimensiones de significación que puedan luego convertirse en mayoritarias y hegemónicas. Por eso mismo es que cualquier proyecto emancipador, lejos de representar la revelación de una escena oculta de la verdad es siempre la creación libre de una nueva subjetividad.

Esa fantasía de proyectar la gran celebración que sobrevendrá al día de la liberación implica, en su entendible inocencia, olvidar los procesos que nos han conducido a la actual situación; y por tanto esos procesos no se van a retirar como un ejército derrotado. Los elementos continuarán sirviéndonos de diversas maneras. Es necesario que esta crisis no se termine con los aliviadores aplausos de una guerra ganada. Este acontecimiento histórico abre la puerta a la apercepción común de los lazos de fragilidad que constituyen nuestro mundo.

No sabemos lo que nos espera y no tenemos la mínima pretensión de predecirlo. Sí sabemos que las fuerzas reaccionarias de todo el planeta estarán listas para aprovecharse del aturdimiento en el que todavía estaremos inmersos. Por eso, estando en el corazón mismo de esta situación oscura y amenazante, debemos asumir esta realidad no esperando ‘que pase’, sino preparando desde ahora las condiciones y los lazos que nos permitan resistir la avanzada del biopoder y del control.

Esta situación de crisis no debe conducir a un aumento de la delegación de nuestra responsabilidad. Seguramente hemos visto que ‘los grandes del mundo’ (esos enanos morales) nos hablan de guerra, pretenden otra vez hacer de nosotros recursos humanos, carne de cañón.

Solo una clara oposición al mundo neoliberal de las finanzas y de la pura ganancia, solo una reivindicación de los cuerpos reales no sometidos a la pura virtualidad del mundo algorítmico, pueden ser hoy nuestros objetivos.

Como en toda situación compleja, debemos cohabitar con un no-saber estructural, que no es ignorancia, sino una exigencia para el desarrollo de todo conocimiento.
No se trata de pensar el día después viviendo el presente como un simple paréntesis. Nuestra vida se despliega hoy. Y por eso este pequeño Manifiesto es un llamado a aquellas y aquellos que buscan imaginar, pensar y actuar en y por nuestro presente.

Contacto: collectifmalgretout.net

Por el «Collectif Malgré Tout» Francia: Miguel Benasayag, Bastien Cany, Angélique del Rey, Teodoro Cohen, Maeva Musso, Maud Rivière.
Por el «Collettivo Malgrado Tutto» Italia: Roberta Padovano y Mary Nicotra