miércoles, 15 de octubre de 2014

DE LOS CUCURUCHOS A LOS CONOS





Uno de los aspectos que más me interesan es el de la innovación. La ruptura tecnológica abre el camino a la creatividad y la innovación, que es tan intensa, que carece de antecedentes en cualquier tiempo anterior. Pero la innovación se relaciona principalmente con el mercado. La creatividad se concentra en los productos y servicios que se renuevan incesantemente, parte de los cuales son totalmente nuevos. Pero en lo político, lo social o lo convivencial, apenas se innova, permaneciendo a la zaga  del impetuoso ritmo de cambio de los objetos y los servicios,  de sus usos y aplicaciones, que modifican las prácticas de la vida, alcanzando a las estructuras y las instituciones sociales.

Aquí radica uno de los problemas más relevantes del presente, la desincronización de los tiempos de la producción y los de la sociedad. La innovación industrial se transforma en la principal fuente del cambio social y las instituciones se muestran incapaces de seguir la aceleración y renovación impuesta por la industria. La vida se encuentra determinada por los impactos derivados  de los nuevos objetos. La inteligencia se concentra en la tecnología y se ausenta de lo social. Esta es una fractura de gran importancia para el conjunto social que disminuye su cohesión de modo acentuado.

Abernathy es uno de los expertos más importantes de la innovación industrial. Ha elaborado un sistema distinguiendo entre cuatro categorías según el papel de la tecnología, el impacto sobre una industria y su relación sobre el mercado. En mi vida corriente me encuentro desbordado por la velocidad de la renovación de los productos. Los últimos veinte años han sido prodigiosos. La casi totalidad de los mismos proceden de las tecnologías. Soy beneficiario de los avances en la informática, las telecomunicaciones, el calzado, las fibras que me protegen del frio y el calor, los medicamentos, la tecnología médica o la alimentación, así como en otras áreas de la vida. Todos estos beneficios tienen un reverso que, en algunos casos es más que inquietante.

Pero en los últimos tiempos se ha interferido en mi vida una innovación en la que la tecnología tiene un papel residual. Se trata de una innovación que, en el sistema de Abernathy, se denomina como una “innovación de nicho de mercado”. Esta se define como aquellas en las que se recomponen los elementos del producto en ausencia de la aportación tecnológica novedosa, de modo que resulta de facto un nuevo producto y un nuevo nicho de mercado, pero  determinado por otras fuentes. Me interesan mucho estas innovaciones,  en tanto que su fundamento es el descubrimiento de una necesidad latente. En el concepto de necesidad se concentra el dilema generado por la potencialidad creativa del sistema productivo, que modifica las empresas transformándolas en fábricas de necesidades.

Me gusta mucho el jamón, es una de mis comidas  preferidas. Este ha seguido en los últimos años todas las transformaciones experimentadas en la producción y el consumo. De estas resultan múltiples formas de consumirlo así como múltiples segmentos de consumidores. Serranos, ibéricos, de cebo, de bellota, de marcas, cortes, formas de presentarlo, tacos, lonchas, virutas, usos para cocina y demás elementos que conforman el mundo del jamón, transformado en industria y reconvertido en cultura mediante su metamorfosis experimentada entre la nutrición y la gastronomía. También sus combinaciones con vinos, en tapas, comidas, aperitivos y otros elementos múltiples.

El jamón es consumido en los desayunos por medio de la universalizada tostada catalana con aceite y tomate. En comidas, cenas y tapeos es de usos diversos y diferenciados. Pues bien, un empresario jamonero español, Enrique Tomás, ha protagonizado una innovación de nicho de mercado. Ha inventado los conos de jamón ibérico. Ha tomado la idea de las célebres palomitas, las castañas, los churros y otros productos que se consumen entre horas en las calles y que se sirven en conos o cucuruchos de papel. El éxito de tal innovación ha sido total, de modo que, en su corta vida,  se ha extendido a los quesos, los choricitos ibéricos, los bastones de fuet y otros productos. Esta explosión de lo salado antecede a su exportación a lo dulce, reactivando nuevos mercados.

Los conos tienen la pretensión de crear una nueva necesidad que es propiciar el consumo entre horas o en tiempos tales como los de los cines, en donde ya compite con las palomitas en cuatro salas de Barcelona. El único elemento tecnológico de esta innovación es el del material de los conos que es de bambú y no de papel, con el objeto de proteger al consumidor de la grasa. Así, el jamón es presentado en un formato que facilita su consumo en tiempos distintos a las tres comidas convencionales. Los transeúntes en las medias mañanas y tardes, las ocasiones especiales tan distintas, los desfallecimientos en las largas noches de marcha. El jamón procede a conquistar la vida.

La primera vez que me encontré con ellos fue en la calle Fuencarral en Madrid, en una tienda de embutidos abierta a la acera. Mi curiosidad fue  capturada y me acerqué. Cuando estaban frente a mí me fascinaron por el misterio de las distancias cortas, como casi todo lo bueno en la vida. En este caso resplandece la vista y el olfato estimulando la imaginación. Soy diabético y no puedo comer entre horas,  pero no pude evitar la tentación. Los había de tacos y de virutas. Compré este último y viajé al paraíso durante unos minutos. Después tuve que calcular mi dosis de insulina al alza. Lo peor es que eché de menos el pan. La asociación entre el jamón y el pan es muy fértil. Enrique Tomás ofrece en su página web un bocadillo de virutas, que creo que es una idea formidable. Después he vuelto a verlos en otros lugares de Madrid y Barcelona.

Soy un devorador de jamón y celebro esta nueva forma de comerlo. Pero me inquieta la deriva de las innovaciones de nicho de mercado, en las que la fuente principal es la observación minuciosa de la vida en busca de un elemento que pueda reconvertirse a la relación oferta/demanda. Siento sobre mí un aparato de observación que estudia las vidas, hasta sus últimos rincones, en busca del descubrimiento de nuevos usos. Este dispositivo formidable, que se ubica por encima de las instituciones y se hace imperceptible, y, por tanto aproblemático, me satura y me genera un estado de movilización comercial-vital insostenible. Me gusta mucho el jamón pero detesto que me persiga. Una vez que he logrado, hace muchos años, tomar distancias y esquivar a los sándwich de Rodilla, que se hacían presentes en todos los itinerarios de mi adolescencia, mutan ahora para tomar la forma de jamón y embutidos.

Todos los productos que anidan en los viejos cucuruchos, las palomitas, las almendras, los cacahuetes y otros, se comen compulsivamente. Están dotados del misterio de ser consumidos uno a uno. Hubo un tiempo en el que llevaba un paquete de frutos secos al cine, y lo devoraba en la oscuridad a un ritmo que me ganaba el reproche de Carmen. No quiero ni pensar ahora ver una peli con un cono de virutas de jamón, que terminaría con las compañías inevitables de algún pan exquisito, así como vino. La imagen de los cines en los que la gente entra con recipientes monumentales de palomitas, captan mi atención. En Granada se han llegado a producir conflictos por prohibiciones de las empresas de introducir productos o bebidas. No hay nada tan desagradable como estar en una sala oscura donde todo el mundo está comiendo. También los niños, las víctimas comerciales más vulnerables, que ya entienden el cine como asociación en la sala de la película y el complemento del gusto, para acompañar a la vista y al oído.

Detrás de la mutación de los usos de los productos de consumo callejero tradicional, que se concentraban en los cucuruchos, ahora el jamón,  en los elegantes y vistosos conos de bambú, antecede a  otras delicias, que han terminado por renovar los viejos cucuruchos cutres, se esconde el dilema del crecimiento. Un aparato comercial formidable trabaja sin descanso para multiplicar las necesidades y los consumos. Esto sí que es consumo 24 horas y 365 días. En el caso del jamón, que tanto me gusta, también quiero descansar y marcar yo mismo sus tiempos sin presiones. Pero también en este caso voy a ser simultáneamente víctima y cómplice, siendo inevitable ser incluido en el mundo inmaterial de los conos.

Me pregunto si los conos mejorarán la habitabilidad de las calles, en las que se deambule lentamente comiendo. También los efectos inevitables de cercenar las dietas. Cuando tengo clase a las cuatro y cruzo a pie el centro de mi ciudad, me encuentro con el espectáculo desolador de jóvenes empleadas de tiendas franquicia que comen en solitario un bocadillo antes de iniciar la larga tarde. Me acuerdo de los obreros de la construcción de mi adolescencia que comían animadamente en grupo, hablando y riendo. Si los conos contribuyen a picar en grupo en la calle, bienvenidos sean.




He omitido hablar de los helados convencionales que se sirven sobre conos de barquillo. Es porque todavía les guardo el luto. El jamón es una forma de resarcirme de la ausencia de los helados





2 comentarios:

  1. No te basta con enseñar, además deslubras con tu ingeniosidad.

    Si mi proyecto de revista (a medio/largo plazo) se llevara a cabo intentaría ficharte. Un tipo de Huelva sabrá como conquistar a un amante del jamón. Por cierto, amor que comparto, igual que lo de los helados.

    Gracias, profesor.

    Un saludo

    ResponderEliminar
  2. Diego ¡qué alegría verte por aquí¡
    El jamón y los helados, así como otras muchas cosas forman parte de la buena vida.
    Suerte en el proyecto

    ResponderEliminar